EL
PALCO DEL BOLSHOI
El 26 de enero de 1936 Shostakóvich estrenaba su
ópera Lady Macbeth de Mtsenks en el
Bolshoi de Moscú. En un prominente palco del teatro, acompañado de una pequeña
cohorte y semioculto tras una cortina, se encontraba un espectador de
excepción: Josef Stalin. El autor, sabedor de la presencia del camarada
secretario general, subió al escenario a agradecer los aplausos, blanco como el
nácar. El motivo era que Stalin había gesticulado con desaprobación en
determinados momentos de la obra en que sonaban la percusión y el viento con
inadecuado y contrarrevolucionario brío. A los dos días se publicó una
editorial en el Pravda, dictada o escrita por el camarada jefe, tachando la
obra de “deliberadamente confusa…, donde
se grazna, hay gritos y jadeo” y, por tanto, aburguesada y antisocial, propicia a la exaltación de emociones que no
contribuyen a la afirmación de la revolución socialista y soviética.
¿Y cuáles son las cualidades de la música para que
exprese tal cosa? Pregúntenselo a Stalin. En las artes plásticas resulta más
fácil de determinar: bastaría con representar una aldea en la que todos
aparezcan sanos y felices ejercitando su trabajo para la colectividad o a un
soldado, un estudiante, una campesina y un médico con una bandera soviética
aplastando al monstruo nazi, pero en la música, la verdad, se muestra más
difícil distinguir lo revolucionario (¿el folclore, quizá?) de lo decadente y
burgués.
Shostakóvich no fue ejecutado ni enviado a los
campos de Siberia, pero muchos de sus amigos y familiares sí que lo fueron.
Entretanto, él consumía tabaco, insomne, esperando la visita a media noche de
alguien que no era precisamente el lechero mientras se dedicaba a componer
música patriótica por el tiempo que duró la II Guerra Mundial. Por lo que
pudiera pasar.
Yo, en mis lecturas, acabo de descubrir el
Mediterráneo. Ha caído en mis manos un libro de historias cortas de Alice Munro.
La Munro es una autora canadiense que en su larga vida literaria ha ganado
premios de la categoría del Man Booker International o el Nobel, aunque yo, en mi
iletrada ignorancia, no había leído nada de ella. Y me está deslumbrando con su
ingenio, originalidad de las historias y calidad literaria.
Llama la atención que las historias de la canadiense
son todas sobre mujeres. Por supuesto que aparecen hombres, pero estos tienen
un papel más anecdótico y secundario, como de comparsa, y sus roles parecen
responder más a estereotipos. Por el contrario, las mujeres tienen una
presencia llena de matices, más rica y compleja, ocupando siempre el centro del
relato. Se trata, por tanto, de una literatura de mujer sobre mujeres. Algunos
añadirán “y para mujeres”; y ahí es donde quiero mostrar mi total desacuerdo. Las
buenas historias bien escritas pueden serlo por mujeres o por hombres, sobre
mujeres y sobre hombres pero no “para” mujeres o “para” hombres. Excepto para
los que como Stalin piensen que el artista es un “ingeniero de almas”.
Patricia Highsmith se sacó de la manga a Tom Ripley
y Flaubert a Mdme. Bobary. Tolstói
contó la historia de Ana Karénina, Marguerite Yourcenar la de Adriano y la otra
Marguerite —la Duras— la de su amante chino. Y a algunos no nos ha importado
que el autor, la autora o el personaje principal fueran hombre o mujer.
Al parecer, a
muchas otras personas sí.
Como a Stalin.
Román Rubio
Junio 2020
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