jueves, 17 de septiembre de 2020

EL ESCOTE

 


EL ESCOTE

Si no existiera Francia habría que inventarla. Mientras en los Estados Unidos viven agitados por las revueltas raciales y convulsos con los dictados del MeToo y otras religiones de la corrección política y en Gran Bretaña viven con el estupor que ocasiona  las ocurrencias de su Primer Ministro sobre el Brexit, los franceses han venido con el último sainete —o experimento social, como prefieran—.

Las convulsiones islamistas y/o raciales aparentemente dormidas y los paisanos planchando sus chalecos amarillos quietecitos en sus casas, las mujeres se han echado a la calle. En los liceos, las alumnas (que no los alumnos) se visten de manera descocada infringiendo el código de vestimenta que firman a principio de curso y son devueltas a sus casas desde la puerta para aflicción de los padres y las de Femen okupan el museo de Orsay descamisadas y a grito pelado para protestar sobre la cosificación del cuerpo y el alma de la mujer. Todo bajo la mirada distraída, divertida y algo ausente de los varones.

La chispa saltó hace algunos días en el mismo museo parisino en el que el personal de la puerta vetó la entrada a una joven, Jeanne, que llevaba un escote que el personal del museo consideraba impropio y que infringía las reglas de la institución.

“Esto no es obsceno”, “la obscenidad está en vuestros ojos”, gritaban las de Femen a pecho descubierto pintarrajeado con consignas, sin señalar, eso sí, que la persona que había bloqueado la entrada a la joven Jeanne había sido… otra mujer, encargada, al parecer aquel día, de la observancia del código de vestimenta.

No sé a ustedes; a mí, en principio, la visión de la joven Jeanne, con su vestidito estampado no me resulta nada, pero que nada incómoda, por lo que no estoy de acuerdo con la prohibición, pero entiendo que haya un código de vestimenta a la entrada de los lugares públicos. Imagínense sino a un hombre con chanclas, bermudas de colores  y camiseta de tirantes por la que asoman los pelos por todas las ventanas y terrazas de la sudada prenda: ¿no debería ser motivo de prohibición, aunque solo fuera por preservar algunos lugares de la fealdad y la ordinariez? Ya sé que no es lo mismo: que en un caso hay motivación sexual (o sexuada) y en el otro es puramente estética, pero, ¿es acaso posible regular el asunto con unas normas?

La regla, por mi parte, está muy clara: se permite la entrada a una persona semidesnuda si da gusto verla y se prohíbe si da asco, aunque sospecho que la medida, tan clara sobre el papel, no haría más que aumentar la confusión, ya que lo que a unos da asco a otros da gusto y además sería tachada de discriminatoria y nazi.



El mismo día que el asunto del Orsay saltó en el periódico otra noticia: la Yakuza, la temida mafia japonesa, peina canas. El 51% de miembros regulares de la Yakuza tiene 51 años o más y los septuagenarios superan ya el 10%”. La noticia venía acompañada con la ilustración de un grupo de la organización mostrando sus tatuajes en el festival Sanja de Tokio.

Comprenderán ahora mi argumento: no me importa encontrarme con Jeanne en un pasillo del Orsay mirando una bucólica escena de Monet, pero a estos señores no les permitan la entrada vestidos de esa guisa, por favor.

Y cuidadín, a ver cómo redactan la norma.

 

Román Rubio

Septiembre 2020



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