Si no existiera Francia habría que inventarla.
Mientras en los Estados Unidos viven agitados por las revueltas raciales y
convulsos con los dictados del MeToo y otras religiones de la corrección
política y en Gran Bretaña viven con el estupor que ocasiona las ocurrencias de su Primer Ministro sobre el
Brexit, los franceses han venido con el último sainete —o experimento social,
como prefieran—.
Las convulsiones islamistas y/o raciales
aparentemente dormidas y los paisanos planchando sus chalecos amarillos
quietecitos en sus casas, las mujeres se han echado a la calle. En los liceos,
las alumnas (que no los alumnos) se visten de manera descocada infringiendo el
código de vestimenta que firman a principio de curso y son devueltas a sus casas
desde la puerta para aflicción de los padres y las de Femen okupan el museo de
Orsay descamisadas y a grito pelado para protestar sobre la cosificación del
cuerpo y el alma de la mujer. Todo bajo la mirada distraída, divertida y algo
ausente de los varones.
La chispa saltó hace algunos días en el mismo museo
parisino en el que el personal de la puerta vetó la entrada a una joven,
Jeanne, que llevaba un escote que el personal del museo consideraba impropio y
que infringía las reglas de la institución.
“Esto no es obsceno”, “la obscenidad está en
vuestros ojos”, gritaban las de Femen a pecho descubierto pintarrajeado con
consignas, sin señalar, eso sí, que la persona que había bloqueado la entrada a
la joven Jeanne había sido… otra mujer, encargada, al parecer aquel día, de la
observancia del código de vestimenta.
No sé a ustedes; a mí, en principio, la visión de la
joven Jeanne, con su vestidito estampado no me resulta nada, pero que nada
incómoda, por lo que no estoy de acuerdo con la prohibición, pero entiendo que
haya un código de vestimenta a la entrada de los lugares públicos. Imagínense
sino a un hombre con chanclas, bermudas de colores y camiseta de tirantes por la que asoman los
pelos por todas las ventanas y terrazas de la sudada prenda: ¿no debería ser motivo
de prohibición, aunque solo fuera por preservar algunos lugares de la fealdad y
la ordinariez? Ya sé que no es lo mismo: que en un caso hay motivación sexual (o
sexuada) y en el otro es puramente estética, pero, ¿es acaso posible regular el
asunto con unas normas?
La regla, por mi parte, está muy clara: se permite
la entrada a una persona semidesnuda si da gusto verla y se prohíbe si da asco,
aunque sospecho que la medida, tan clara sobre el papel, no haría más que
aumentar la confusión, ya que lo que a unos da asco a otros da gusto y además sería
tachada de discriminatoria y nazi.
El mismo día que el asunto del Orsay saltó en el
periódico otra noticia: la Yakuza, la temida mafia japonesa, peina canas. El
51% de miembros regulares de la Yakuza tiene 51 años o más y los septuagenarios
superan ya el 10%”. La noticia venía acompañada con la ilustración de un grupo
de la organización mostrando sus tatuajes en el festival Sanja de Tokio.
Comprenderán ahora mi argumento: no me importa
encontrarme con Jeanne en un pasillo del Orsay mirando una bucólica escena de
Monet, pero a estos señores no les permitan la entrada vestidos de esa guisa,
por favor.
Y cuidadín, a ver cómo redactan la norma.
Román Rubio
Septiembre 2020
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