LOS
WITTGENSTEIN
Me gusta escuchar la radio en el coche y para evitar
el ruido inane propiciado por un continuo alboroto de nimiedades suelo
sintonizar Radio Clásica, en donde la música proporciona cierto sosiego, los
locutores muestran un tono de voz más apacible, no se esfuerzan demasiado en
hacer gracietas y por lo general evitan informar sobre todas y cada una de las
vacunas que se administran a unos “héroes” que lo único que han hecho para adquirir tal
estatus es haber vivido el tiempo suficiente y arremangarse para que alguien
bien adiestrado les ponga un pinchacito.
En esas estaba yo cuando sonó el Concierto para la mano izquierda en re mayor
de Ravel, que el maestro compuso en 1931 para que la tocara el prestigioso
pianista Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la Primera
Guerra Mundial. El concierto me recordó la figura singular del pianista y la
extraordinaria historia de su familia.
Paul, el pianista manco, era hermano de Ludwig, el
famoso filósofo del lenguaje, profesor en Cambridge, discípulo primero y
después colega de Bertrand Russell en el Trinity College, autor entre otras
obras del Tractatus Logico-Philosophicus
y protagonista de una curiosa anécdota en la que supuestamente amenazó con el
atizador de la chimenea a otro filósofo, Karl Popper, vienés y judío (como el
mismo Ludwig) tras una conferencia de este en la que bajo el título “¿Existen
realmente problemas filosóficos?” exponía puntos discrepantes con los de
Wittgenstein. Se dice que Wittgenstein, tras interrumpir varias veces el
discurso, encolerizado, se dirigió a Popper con el hierro en la mano diciendo:
“¿me puedes poner un solo ejemplo de principio moral?” A lo que Popper respondió:
“No amenazar a los profesores visitantes”.
Pianista y filósofo provenían del seno de la familia
más adinerada del Imperio Austrohúngaro, en cuyo palacio vienés se recibía a
grandes músicos, como Brahms, Mahler o Richard Strauss. Eran ocho hermanos. De
los cinco varones, tres murieron por suicidio y Ludwig murió en Cambridge en
1951, de cáncer de próstata, para el que se negó a seguir tratamiento. Acababa
de cumplir 62. Paul, al que no se vetó actuar al piano en la Austria ocupada
por sus ancestros judíos (aunque bautizado católico, como el resto de sus
hermanos), vivió en Norteamérica el resto de sus días y Ludwig obtuvo la
nacionalidad británica. Hubieron de renunciar a la inmensa fortuna familiar en
favor del régimen nazi, valorada en unos seis mil millones de dólares de la
época, para proteger a sus dos hermanas, Helene y Hermine, que se habían
quedado en Viena, y obtener para ellas
el estatus de “no-judías”, permitiéndoles seguir viviendo en el palacio
familiar vienés y ganando el derecho a no ser detenidas y deportadas.
Ludwig, entretanto, dejó la cómoda vida
universitaria para hacerse maestro de primaria en Austria, trabajo que hubo de
abandonar tras los problemas surgidos con las familias de alumnos a los que
maltrató por su poca habilidad con las matemáticas. Vivió dos episodios de
retiro quasi monacal. El primero, en
una cabaña en el bosque noruego a la que se retiró a centrar sus pensamientos y
el segundo, en otro apartado lugar cercano a Galway, en la costa irlandesa. Volvió a sus lecciones en Cambridge, en donde, a pesar de su timidez y cierto tartamudeo y ayudado, quizá, por su porte de Apolo
rubio y de ojos azules, de belleza serena y pensamiento profundo y hermético,
solía dar sus lecciones en su cuarto, sin notas ni texto alguno y arrastraba
tras de sí a una cohorte de seguidores que se conducían a la espera de la anotación de la genialidad
del pensador, como si de un moderno y apuesto Sócrates se tratara.
¿Y qué sabemos del niño y el adolescente que fue
Ludwig? Pues no mucho, aparte de que estudió en la Realschule Bundesrealgymnasium Fadingerstrasse de Lidz y tuvo como compañero a un
muchacho que se llamaba Adolf Hitler, con el que comparte foto de clase y que
años después escribiría un librito llamado Mein
kampf en el que habla de un niño judío que bien podría haber sido Ludwig
Wittgenstein.
Para que luego digan
de la vida de la Pantoja.
Román Rubio
Diciembre 2020