SE VA PARA BARRANQUILLA
Mientras
recorría el Camino de Santiago del Norte solía preguntar a los caminantes que
habían hecho el Camino completo una o varias veces qué significaba el Camino
para ellos. Una mujer alemana, Helga, que tenía varios caminos en su haber, que
había conocido a su marido en su primera travesía y que se casó en la Catedral
de Santiago con él tras hacerlo juntos por segunda vez, me dio una explicación
que me satisfizo y tomé nota. Me dijo:
“Los
primeros días, la primera semana o así, son jornadas de sufrimiento en los que
hay que acostumbrarse a la nueva rutina de sacrificio y esfuerzo. Ampollas,
dolores musculares, agujetas y cansancio. A menudo nos asalta la pregunta: ¿qué
estoy haciendo aquí? Después viene otro periodo de un par de semanas (que en el
caso del Camino Francés se corresponde con la amplia meseta castellana) en que
la cabeza del caminante parece vaciarse de todo, como el paisaje. También el
corazón, y luego vienen los diez o doce días finales en que uno mira hacia el futuro
y empieza a hacer planes. Al final —concluyó Helga—, el Camino ha surtido su
efecto. La regeneración se ha producido”.
Poco
tiempo después, mientras me documentaba para escribir, ¡A Santiago voy! Memorias del Camino del Norte, me topé con el
libro de Hape Herkeling, Bueno, me largo
(Debolsillo, 2016), extraordinario
éxito editorial en Alemania y fuente de inspiración para muchos germanos. En
él, el autor escribe:
“Este
camino es duro y maravilloso. Es un desafío, una invitación. Te destruye y te vacía.
Por completo. Y te reconstruye. A fondo. Te quita todas las fuerzas y te las
devuelve triplicadas…”
Cuando leí el
razonamiento del autor, un showman,
actor y comediante de la televisión alemana, tan popular allí como puede ser
para nosotros Buenafuente, me pregunté cuánto del testimonio de Helga era de su
propia cosecha y qué parte había de la opinión de Herkelin —una figura de
autoridad en el mundo germano— tras leer
el libro de este.
A veces nos pasa que, al leer un libro o un
artículo, levantamos la vista del texto y nos decimos a nosotros mismos: “Esto
es exactamente lo que yo pienso, pero bien explicado”, y uno lo hace suyo, a
veces de manera no del todo consciente.
Es lo que nos ha pasado
a muchos españoles con las píldoras de Iñaqui Gabilondo, que dice “estar
empachado” y se retira de dar su alocución diaria. Para muchos ha sido durante
años la voz que validaba el pensamiento propio. Ponía en palabras lo que muchos
creían o intuían, haciendo bueno aquello que sostienen los filósofos del lenguaje
(otra vez Wittgenstein) de que solo existe aquello que somos capaces de
verbalizar, que el límite de nuestro mundo no es otro que el de nuestras
palabras.
No se trata de
convertir a las masas, ni siquiera de liderar. Dudo que Gabilondo convenciera
de algo a la tropa de Jiménez Losantos y otras aves de corral, pero para los
suyos, los de pensamiento bien o mal llamado “progresista”, ha sido la fuente
de autoridad validadora de opiniones. ¿Crees o intuyes que el mundo es redondo?
Pues espérate que mañana Iñaqui te lo argumentará en su arenga diaria y quedará
convertido en “verdad”.
El rol de Iñaqui ha
sido duro y no me extraña que haya acabado “empachado”. Hay que tener anchas
espaldas para convertir en ley la
opinión de tantas personas. A diario. Todos los días. Sin permitirse
equivocación alguna. Y en las raras ocasiones en que esto ha ocurrido, no le
han dolido prendas reconocerlo a posteriori sin tapujos ni medias tintas, lo
que hace aún más creíble sus manifiestos.
Se va Iñaqui, pero
intuyo que no se irá muy lejos y seguirá opinando de manera ocasional aquí y
allá alumbrando con su verbo claro y preciso el pensamiento de tantas gentes y
explicando con simplicidad al faraón sus sueños de vacas y espigas, mientras
otros contribuyen a la confusión con birlibirloques de fases fálicas, Edipos,
Electras y otros complejos del subconsciente.
Lo dicho: se va el
caimán, se va para Barranquilla. Que tampoco está tan lejos.
Román Rubio
Enero 2021
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