GAMBITO
DE DAMA
Aprovechando que tengo Netflix —gracias a la
generosidad de alguien cercano— me puse anoche el primer capítulo de la
celebrada serie americana Gambito de Dama, basada en la novela del mismo nombre
(The Queen’s Gambit, 1983), de Walter
Trevis, y tengo que reconocer que me
llevé una agradable sorpresa.
Entiéndaseme: llevo visto un solo capítulo, con lo
que mi percepción de la historia podría cambiar, pero no lo creo, ya que las
primeras impresiones fueron muy buenas. Me explico:
Empieza la historia con que la protagonista, una
niña de 9 años, se queda huérfana tras un accidente de tráfico y es llevada a
un orfanato. Mal asunto; me esperaba lo peor: malos tratos, insensibilidad
cruel de los/las gestores de la institución y bullying de las otras internas, frente a lo que se impone un épico
instinto individual de superación…; en fin, otra payasada de Hollywood. Primer
error: el trato dado por el personal del centro es correcto —no podemos decir
cariñoso, pero sí respetuoso y humano—. Habrá bullying, al menos, para con la niña —me dije yo— presto a presionar
el botón de cambio de canal; pero no, mira por dónde, tampoco hay bullying. Por el contrario, la única otra
interna relevante en la historia (de este primer capítulo) es una entrañable
niña negra, Jolene, unos años mayor que ella y un palmo más alta, que, lejos de
ser una amenaza, resulta ser amigable y cómplice.
A estas alturas del capítulo, empezaba a estar
agradablemente desconcertado. El guión había “perdido” dos oportunidades “de
libro” para haber mostrado su tediosa dosis de lo que hoy es conocido como
“pornografía emocional”: la crueldad espartana e inhumana del hospicio y el
encarnizamiento del personal y de las otras internas con la huerfanita. La
historia empezaba a ganar credibilidad e interés.
En un momento dado, la niña, que parecía tener una
capacidad especial para las matemáticas y, en general, para el pensamiento
racional y simbólico (al tiempo que expresaba una indiferencia por las
disciplinas de humanidades como la poesía), sorprende al conserje de la
institución jugando solo al ajedrez y le llama poderosamente la atención. El conserje,
un hombre taciturno y seco, entrado en años, acostumbra a jugar al ajedrez en
solitario en su lóbrega habitación del sótano, y la huérfana, que va allí a
limpiar los borradores, le observa y descubre el juego por el que se apasiona
desde el primer momento y para el que tiene un talento especial.
Aquí está, me dije yo: hombre blanco, mayor, turbio,
solitario, taciturno y seco, refractario a cualquier acercamiento amigable,
recibiendo las visitas de la niña indefensa emperrada en aprender el juego en
su oscura estancia del sótano. Todo apuntaba a que estábamos cerca de la
agresión (o al menos abuso) de la menor,
mientras yo acariciaba con el dedo el botón de cambio de canal. Pero no: el
hombre, reticente al principio, apercibido a su debido tiempo del potencial de
la niña en el juego del ajedrez, se dedica, no solo a enseñarle las primeras
jugadas sino —una vez que esta comienza a desplegar su talento— a establecer
los contactos para que pueda desarrollarse como ajedrecista.
No descubriré más de la trama: si la han visto, por
innecesario; y si no la han visto, para no desvelarles el tema personal que
empieza a perfilarse y que intuyo que será parte esencial de la historia. Sólo
quiero insistir en el agrado que me produce el comprobar que aún haya
argumentos y tramas en que los guionistas no se empeñen en provocar la
indignación del espectador y la lágrima fácil empleando las maniobras más elementales y burdas
como son el abuso infantil o la agresión física o sexual hacia el indefenso.
Empecé a ver la serie con el dedo en el botón de
cambio de canal, pero lo aparté e intuyo que me va a proporcionar unas cuantas
veladas de distracción de la buena.
Román Rubio
Abril 2021