domingo, 27 de junio de 2021

ARCADIA


ARCADIA


Hablando con mi amigo Gerardo, me confesó que estaba algo desanimado y que las últimas lecturas no ayudaban en nada. Me habló de la tristeza que le produjo Noruega, de Rafa Lahuerta, el último libro leído, y el mayor desánimo que le producía Lux, de Mario Cuenca Sandoval, que es el que ahora tenía entre manos. El libro, desconocido para mí, me lo definió como una distopía, palabra aparecida por primera vez en un discurso de John Stuart Mill sobre la política agraria en Irlanda a mitad del siglo XIX y que ha pasado —de ser una rara avis que nos remitía vagamente a los remotos 1984 de Orwell o El mundo feliz de Huxley— a gozar de un uso exagerado, gracias a la mala reputación de las redes sociales y a las supuestas perniciosas intenciones de las ubicuas empresas de internet y sus geolocalizadores, versión actualizada del Big Brother orweliano.

Lux, un Vox con disfraz, es una recreación novelada de un país (España) tras una eventual victoria electoral de un partido populista de extrema derecha; y no daré más detalles puesto que he leído solo unas pocas páginas. Inmediatamente, me vino a la punta de la lengua otra palabra que sirve para designar precisamente aquello de lo que mi amigo hablaba: ucronía, que se refiere a aquella ficción literaria que ocurre en una sociedad en la que se ha producido un hecho ilusorio que hace cambiar la historia. Enseguida me vinieron a la cabeza la estupenda Sumision de Houllebecq, en la que hipotetiza sobre una Francia que se despierta un día islamista tras unas elecciones o La conjura contra America, de Philip Roth, en la que los judíos americanos apechugan con las consecuencias de la derrota electoral de Roosevelt, en 1940, frente al filofascista  Charles Lindberg. Ambos hechos, las fantasiosas elecciones francesa y americana, suponen lo que se conoce como el punto Jonbar, cuyo origen se encuentra en la novela La legión del tiempo (1938), de Jack Williamson, en la que el protagonista, John Barr, al recoger uno de dos objetos (un imán y un guijarro), hará girar la historia hacia una civilización utópica, llamada Jonbar o a la tiranía del estado de Gyronchi.

Ni Francia se ha despertado islamista ni Estados Unidos fascista, lo que ha evitado el escenario distópico para algunos y utópico para otros. Ya saben: utopía (término proveniente de la Utopia, de Tomas Moro) es aquel mundo con una sociedad plena de justicia social, perfectamente armónica y pacífica y proveedora de bienestar económico y moral para sus habitantes, una perfección que se ve tan lejana  que se llega a ver tanto deseable como irrealizable.

Utopías las hay de todas clases: social-comunista, anarco-libertaria, feminista, paternalista, liberal, religiosa, etc. Y ya conocemos el resultado de algunas de ellas una vez puestas en práctica. Las utopías de unos resultan ser distopías para otros.

Viene a ser algo así como la idea de la Arcadia, ese paraíso bucólico tan trillado en el arte y la literatura del Renacimiento y el Romanticismo, lleno de dríadas, ninfas, faunos y pastorcillos y pastorcillas felices, saludables y sonrosados que se distraen tocando el caramillo. La realidad es que Arcadia es una parte del Peloponeso llena de pastores, sí, pero tan desvalida y atrasada que el historiador Polibio la describió como una región pobre, yerma, rocosa, fría y privada de todos aquellos placeres que amenizan la existencia, razón por la cual los poetas griegos localizaban en Sicilia sus escenas bucólicas.

Ya ven: para el fauno, Arcadia es un bonito lugar lleno de ninfas con las que distraerse persiguiéndolas por el bosque y en cambio, para la ninfa es un lugar amenazador lleno de faunos acosadores. Utopía y distopía.

Román Rubio

Junio 2021





viernes, 18 de junio de 2021

EL OBISPO DE MONDOÑEDO

 

EL OBISPO DE MONDOÑEDO

En mi libro ¡A SANTIAGO VOY! Memorias del Camino del Norte cuento la historia de la conocida frase: “Mientes más que el obispo de Mondoñedo”, aprovechando mi paso por la preciosa localidad lucense, ciudad episcopal.

Se refiere a Fray Antonio de Guevara (1480-1545), franciscano, cronista imperial, obispo de la ciudad y autor del famoso Libro aúreo de Marco Aurelio, del que se imprimieron veinticinco ediciones en español, y Relox de Príncipes (que incorpora el Libro de Marco Aurelio) y del que se hicieron dieciséis ediciones en español y cincuenta y ocho en francés italiano, etc., siendo el libro español más difundido de la época junto con La Celestina y el Amadis.

La obra la presentó el pillastre y habilidoso franciscano como una traducción de unos supuestos (e inexistentes) diarios del emperador romano que él habría encontrado en la biblioteca de Cosme de Médicis, en Florencia. Es decir, ponía en boca de otros algo que estos nunca habían dicho o escrito, cosa de la que sabe bastante el amigo Boris Johnson, motivo por el que fue expulsado de la redacción del diario The Times.

A pesar de sus truhanerías, ambos tuvieron su recompensa: uno llegó a Obispo de Mondoñedo y el otro a Primer Ministro del Reino Unido. A cada cual, lo suyo.

En el libro, también incluyo la referencia que del famoso obispo hace el mismísimo Cervantes en el prólogo del Quijote: “Si tratárades de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito…”.

Tras enviar un ejemplar de mi obra a un lugar en la localidad de Mondoñedo en donde fui bien atendido e instruido en asuntos locales (es la patria de Álvaro Cunqueiro), me dio por revisar todo lo que había escrito del lugar, por si había algún gazapo escondido, motivo de espanto entre los que se dedican a juntar palabras y ponerlas por escrito, de modo que busqué un Quijote de mi librería y me puse a revisar los prólogos de Cervantes a la primera y segunda parte. Y nada. El obispo no aparecía por ningún sitio.

Empezó a correrme un sudor frío por la espalda, pregonero del ridículo: el libro estaba impreso, había sido enviado al Centro de Interpretación del Museo local —en el que había personal buen conocedor de las cosas del lugar— y yo había publicado algo falso y mal documentado del lugar. Un desastre.

Fue entonces cuando se me ocurrió mirar la edición de mi Quijote, un ejemplar añoso, procedente de una Biblioteca Pública (algo altamente reprobable, pero es así, ¿qué le vamos a hacer?) y ahí empezó a desfacerse el entuerto. Se trataba de una edición de la editorial Razón y Fe, de 1945, anotada y comentada por el sacerdote jesuita Rufo Mendizábal.

¿Sería posible que el impresor Casimiro, Obispo Auxiliar de Madrid de la época, y el jesuita responsable de las anotaciones se hubieran saltado un párrafo del prólogo porque no conviniera a los intereses del clero de la época y a su moral? ¿Podía caber tal desfachatez?

Como no tenía otro ejemplar en casa para comparar, busqué el tan famoso prólogo y allí estaba el dichoso párrafo: en todas las ediciones.

 


Lo que el mentiroso jesuita había transformado en:

Si tratárades de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres * crueles, Ovidio os entregará a Medea…

Examinando el libro con más detenimiento llegué al capítulo de Advertencias en el que el religioso confiesa que el texto “Tiene algunas omisiones y añadiduras, bien pocas por cierto, hechas con el fin de velar algunas palabras o pasajes hoy menos convenientes…”. De ahí, el asterisco. Maldije al cura para mis adentros por su mojigatería y el mal rato, pero debo reconocer que me alivió la culpa de saber que mi pequeño hurto había servido para expurgar de lo público una obra “mentirosa”.

Hoy en día nos vemos —afortunadamente— liberados de esta censura “carca”, pero no nos libramos de la censura “progre” que propician los guardianes de la nueva moral. Aquellos que quieren que Tom Sawyer no hable de negros, ni Caperucita de lobos, ni Hansel y Gretel de brujas. ¿Y Otelo? Bueno, a ese ni mentarlo. Habrá que resucitar al famoso obispo de Mondoñedo para que escriba el guión que Shakespeare debía haber escrito.

 Román Rubio

Junio 2021

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miércoles, 2 de junio de 2021

LA CULPA LA TIENE FRANCO

 

LA CULPA LA TIENE FRANCO


Hace unos lustros echábamos a Franco la culpa de todo: no solo de la despiadada represión contra los perdedores, que la tenía, sino de asuntos banales como el asfaltado de la calle donde uno vivía y hasta de cosas tan alejadas de la Jefatura del Estado como la lluvia o el granizo.

Hoy, la culpa ya no es de Franco, sino de…, de…, bueno, depende.

No hace mucho, en la era anterior a la mascarilla, fui a una ferretería del centro de mi ciudad, de las de siempre, a comprar una cafetera. Allí, la dueña se quejaba amargamente ante una clienta del gran bajón de ventas del comercio y del hecho de que otros establecimientos del ramo, “de los de siempre”, estaban cerrando por falta de negocio.

¿Y qué o quién era el culpable de su ruina? Pues el señor alcalde, el señor Ribó, que con la colaboración necesaria de su ayudante, Belcebú Grezzi, había decidido peatonalizar o restringir el tráfico de la zona, privando a la gente de los  extrarradios de venir al centro a comprar las regaderas, tenazas, cubiertos, cuchillos y otros utensilios.

No intervine en la conversación por educación, ya que se trataba de un coloquio privado al que no había sido invitado. Me mordí, pues, la lengua mientras imaginaba todos los argumentos que la ferretera obviaba.

1º.- ¿Desconocía el hecho de que hoy en día, a diferencia de tiempos pretéritos, hay un bazar en cada esquina regentado por budistas-taoístas que vende productos importados a la cuarta parte del precio de las tiendas de los cristianos viejos?

2º.- ¿Acaso no se había enterado que en los extrarradios hay centros comerciales que alojan cadenas francesas o alemanas con una completa selección  de toda clase de utensilios para hogar, jardín y huerto que hacen innecesario el desplazamiento al centro?

3º.- ¿Ignoraba que Internet ha generado el comercio electrónico posibilitando la compra desde casa?

Pues, no. La culpa era del señor alcalde, empeñado en tratar de hacer la ciudad más cómoda y habitable para sus ciudadanos transeúntes. Y, de paso, joderle el negocio a ella.

No siempre la culpa es del alcalde. A veces es de los hombres; así, en general.

Viena es una ciudad estupenda, monumental y agradable de pasear y de vivir. Lo que no sabíamos es que ello —según la vicealcaldesa Maria Vassilakou, del Partido Verde— es gracias a un urbanismo “feminista”, que la hace más humana, más peatonal, menos amiga de los coches y con mejores y más cercanos servicios. Y todo porque a los hombres, según cierto ideario extendido hoy,  nos gustan las ciudades agresivas, llenas de ruidos y humos, con un centro inaccesible y con servicios malos y lejanos, y no nos hemos dado cuenta de que “la ciudad de los quince minutos” (ya saben, esa en la que se pueden obtener la mayoría de los servicios en desplazamientos de esa duración) es un planteamiento no de los ciudadanos y del sentido común sino feminista.

Pues, miren; si esto es así, me apunto al urbanismo “feminista”: al de Ribó y al de la vicealcaldesa vienesa y me opongo al machismo de los vieneses (hombres) amantes del coche y los humos en el centro y al de la propietaria de la ferretería.

Y es que, a la hora de buscar culpables (Franco, el alcalde, los hombres) cada uno los elige a conveniencia. En un pueblo cercano al mío, el tonto del pueblo (como se le conocía cruelmente en la época) creía que la culpa de los accidentes de tráfico era de la Guardia Civil. Si no, ¿por qué había un coche de la Benemérita en el lugar de cada accidente, eh?

Por cierto, una de las iniciativas del ayuntamiento vienés es la de poner nombres de mujeres a las calles, y las han rotulado  con  nombres como los de Hannah Arendt o Janis Joplin. No me importaría que a mi calle le pusieran el nombre de mis admiradas Joplin o Arendt. Otra cosa sería que la bautizaran Avenida de La Pantoja. Así, ya…

 

Román Rubio

Junio 2021

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