EXPIACIÓN
En la tradición precristiana la expiación suponía la
obtención del perdón por medio del sacrificio propio o (mejor) ajeno. La
inmolación de un carnero para los judíos, la ofrenda de alimentos y productos
valiosos para otros y hasta el sacrificio de niños o mujeres vírgenes para
algunos (que se lamentan de la “colonización” occidental y su crueldad),
lograban aplacar la ira del dios de turno provocada por el empeño de los humanos
en llevar a cabo actos que le ofenden.
Después vino Jesucristo, y con su propio sacrificio
personal logró la expiación de todos los pecados de los humanos, logrando así el
perdón con el solo requisito del arrepentimiento. Un buen acto de contrición y
un firme propósito de enmienda bastaban para abrir la puerta del Reino de los
Cielos. Si por debilidad se volvía a caer, se volvía uno a arrepentir. Y si se
tenía la oportunidad de hacerlo antes de morir, pues, hala, al cielo.
Este sistema constituía un modelo justo y misericordioso
que ayudaba al cristiano a vivir en una cierta armonía con su propia conciencia,
sin necesidad de derramar sangre alguna mortificándose con cilicios o fustigándose
con látigos de pinchos. Digamos que era un mundo un poco beato pero razonable.
Hoy, en cambio, el pecado parece no poder borrarse
nunca. La cólera del Dios Posmoderno es implacable. Ni olvido ni perdón. No es
que el Posmoderno sea un dios cruel (en el sentido de exigir sacrificios sangrientos
de carneros o vírgenes), no; pero es un Dios Rencoroso, Inmisericorde y más
Memorioso que Funes, el hipermnésico insomne borgiano, pues, con su gigantesco
archivo digital, es capaz de sacar a flote cualquier pecadillo, resbalón o
yerro que haya uno podido hacer en
cualquier momento de su vida. Por temprano que haya sido este. Todo lo que haya
sido publicado, grabado, filmado, fotografiado o emitido de cada uno de
nosotros se guarda en la memoria del Todopoderoso, y ahí está, presto a salir.
Sin posibilidad de perdón, sea el desliz grande o pequeño, vaya acompañado o no
de contrición y propósito de enmienda. Ya ven, ¿para eso vino Jesucristo?
La penúltima víctima del Dios de la Memoria Infinita
ha sido el japonés Kentaro Kobayashi, organizador del acto inaugural de los
Juegos Olímpicos de Tokio y cesado de su cargo un par de días antes del acto
inaugural. ¿Motivo? Intercalar el desafortunado comentario chistoso de: “Vamos
a jugar al holocausto”. ¿Cuándo? Hace treinta y tres años, en 1988, mientras
hacía un programa cómico a dúo con otro. No importa que el hombre haya reconocido
lo improcedente del chistecito y haya mostrado cientos de veces su
arrepentimiento y firme propósito de enmienda. Nada puede aplacar las ganas de
revancha del Dios Posmoderno.
Y digo yo: ¿Quién de nosotros podría resistir una
lupa que examinara todas las cosas que hemos podido hacer o decir desde épocas
tan remotas? Yo, por mi parte, me arrepiento de haber hecho bullying en el colegio quitándole la merienda a un pobre muchacho
que era más tímido y apocado que yo. Aún veo su cara inocente mientras me daba
el bocadillo para congraciarse conmigo y siento vergüenza y arrepentimiento. Me
he prometido no hacerlo en la próxima vida, porque en esta ya es imposible dar
marcha atrás. ¿Debo por ello pagar indefinidamente? ¿Debo agradecer que mi
villanía no fuera grabada ni denunciada por nadie? ¿Me da derecho ello a acusar
con el dedo a quién sí fue grabado o denunciado? Piénsenlo.
Y quién esté libre de pecado, que tire la primera
piedra.
Román Rubio
Julio 2021
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