domingo, 25 de julio de 2021

EXPIACIÓN

 

EXPIACIÓN


En la tradición precristiana la expiación suponía la obtención del perdón por medio del sacrificio propio o (mejor) ajeno. La inmolación de un carnero para los judíos, la ofrenda de alimentos y productos valiosos para otros y hasta el sacrificio de niños o mujeres vírgenes para algunos (que se lamentan de la “colonización” occidental y su crueldad), lograban aplacar la ira del dios de turno provocada por el empeño de los humanos en llevar a cabo actos que le ofenden.

Después vino Jesucristo, y con su propio sacrificio personal logró la expiación de todos los pecados de los humanos, logrando así el perdón con el solo requisito del arrepentimiento. Un buen acto de contrición y un firme propósito de enmienda bastaban para abrir la puerta del Reino de los Cielos. Si por debilidad se volvía a caer, se volvía uno a arrepentir. Y si se tenía la oportunidad de hacerlo antes de morir, pues, hala, al cielo.

Este sistema constituía un modelo justo y misericordioso que ayudaba al cristiano a vivir en una cierta armonía con su propia conciencia, sin necesidad de derramar sangre alguna mortificándose con cilicios o fustigándose con látigos de pinchos. Digamos que era un mundo un poco beato pero razonable.

 

Hoy, en cambio, el pecado parece no poder borrarse nunca. La cólera del Dios Posmoderno es implacable. Ni olvido ni perdón. No es que el Posmoderno sea un dios cruel (en el sentido de exigir sacrificios sangrientos de carneros o vírgenes), no; pero es un Dios Rencoroso, Inmisericorde y más Memorioso que Funes, el hipermnésico insomne borgiano, pues, con su gigantesco archivo digital, es capaz de sacar a flote cualquier pecadillo, resbalón o yerro  que haya uno podido hacer en cualquier momento de su vida. Por temprano que haya sido este. Todo lo que haya sido publicado, grabado, filmado, fotografiado o emitido de cada uno de nosotros se guarda en la memoria del Todopoderoso, y ahí está, presto a salir. Sin posibilidad de perdón, sea el desliz grande o pequeño, vaya acompañado o no de contrición y propósito de enmienda. Ya ven, ¿para eso vino Jesucristo?

La penúltima víctima del Dios de la Memoria Infinita ha sido el japonés Kentaro Kobayashi, organizador del acto inaugural de los Juegos Olímpicos de Tokio y cesado de su cargo un par de días antes del acto inaugural. ¿Motivo? Intercalar el desafortunado comentario chistoso de: “Vamos a jugar al holocausto”. ¿Cuándo? Hace treinta y tres años, en 1988, mientras hacía un programa cómico a dúo con otro. No importa que el hombre haya reconocido lo improcedente del chistecito y haya mostrado cientos de veces su arrepentimiento y firme propósito de enmienda. Nada puede aplacar las ganas de revancha del Dios Posmoderno.

Y digo yo: ¿Quién de nosotros podría resistir una lupa que examinara todas las cosas que hemos podido hacer o decir desde épocas tan remotas? Yo, por mi parte, me arrepiento de haber hecho bullying en el colegio quitándole la merienda a un pobre muchacho que era más tímido y apocado que yo. Aún veo su cara inocente mientras me daba el bocadillo para congraciarse conmigo y siento vergüenza y arrepentimiento. Me he prometido no hacerlo en la próxima vida, porque en esta ya es imposible dar marcha atrás. ¿Debo por ello pagar indefinidamente? ¿Debo agradecer que mi villanía no fuera grabada ni denunciada por nadie? ¿Me da derecho ello a acusar con el dedo a quién sí fue grabado o denunciado? Piénsenlo.

Y quién esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Román Rubio

Julio 2021


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