LA
MEMORIA DE LOS PUEBLOS
“Los
pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.
¿Cuántas veces han oído la frase en los últimos
tiempos? El origen de la misma es incierto. Unos la atribuyen a Cicerón, a
Guizot, a Ortega o al mismísimo Napoleón. Probablemente, y dado el uso tan conveniente para rotos y descosidos,
podría haber surgido en cualquier momento y lugar por obra y gracia de la
retórica más efectista.
Yo me he molestado en buscar el origen (por hacer
algo, dada la futilidad de la empresa) en ese gran Ojo del Gran Hermano que no
quiero nombrar, y he descubierto que hay consenso en que la autoría de la frase
corresponde al filósofo, ensayista y
poeta José Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952), madrileño de
nacimiento y norteamericano de formación, conocido como George Santayana, que
escribió toda su obra en inglés y fue catedrático (full professor) en Harvard hasta que cumplió 48 años, en que renunció
a la cátedra y dejó los Estados Unidos.
A pesar de haber vivido en Boston desde los cinco
años en compañía de su madre inglesa y sus medio hermanos anglófonos, de tener
el inglés como primera lengua y de hacer una exitosa vida académica, el tal
Jorge (o George) nunca llegó a comulgar con el estilo de vida americano, añorando
esa Europa y esa ciudad de Ávila adonde venía sus veranos a visitar a la
familia paterna. Él mismo confiesa en una de sus obras: “He procurado escribir
en inglés la mayor cantidad de cosas no inglesas que he podido”. A los 48 años
recibió una herencia de su madre que le permitió vivir con holgura en Europa:
Cambridge, Oxford, Roma… Y allí, en Roma, se quedó sus últimos años en el
Convento de las Hermanas Azules donde murió y se hizo enterrar en el panteón
español.
La frase es tan rotunda que se hace difícil
contradecirla, pero yo no estoy aquí para declarar que el agua moja, que en
invierno hace frío y que el cambio climático es malo —para eso están los
pregoneros—, sino para ejercer la abogacía de Mefisto.
En primer lugar, cuando oigo máximas que se refieren
al “pueblo”, la “patria” y cosas de esas que se pueden agrupar en una bandera o
un himno me huele a chamusquina y me pongo alerta.
En segundo lugar, está eso de la memoria. Cada cual
tiene la suya, con lo que yo prefiero hablar de “mi memoria” o “muchos tenemos
memoria de” más que hablar de abstracciones como las memorias del pueblo o la
patria.
La memoria es tan frágil y caprichosa que en las reuniones
con amigos de la infancia o de la juventud no hay manera de hacer coincidir en los
recuerdos. Uno cuenta una anécdota que recuerda con nitidez y el otro asiente
con la cabeza para no desairarle mientras se pregunta si en verdad vivieron lo
mismo. Y al contrario: el otro cuenta aquella anécdota desternillante de aquel
periplo inolvidable mientras que uno le mira con sonrisa forzada, como
diciendo: “¿pero, de verdad que hicimos el mismo viaje?”. Si esto es así
tratándose de experiencias entre amigos, ¿qué no será cuando algunos se quieren
apropiar, nada menos, de la memoria colectiva de todo “un pueblo”?
Por esta razón, cuando alguien pronuncia la celebrada
frase de los pueblos y la memoria en alguna de sus variantes, si están en mi
cercanía, me oirán carraspear, que es una manera discreta de ahorrarse el
comentario a la obviedad de que en el invierno hace frío en el hemisferio norte
y en el sur hace calor. O de que los recuerdos, a veces, son un pesado lastre
que dificulta el camino hacia adelante.
Me permito hacerme a mí mismo una observación. Hay
un lugar en el que la frase no despertó
en mí carraspeo alguno. En la entrada del pabellón número IV de Auschwitz está escrita
la máxima de Santayana: “Those who do not
remember the past are condemned to repeat it”, “Quien olvida el pasado está
condenado a repetirlo”. Aforismo que, por cierto, no alude específicamente a
pueblos o naciones, sino a tipos como usted y como yo.
Román Rubio
Diciembre, 2021
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