ALEXA
Alexa, como todo el mundo sabe, es el asistente
virtual de Amazon que funciona con voz. A Alexa se le preguntan cosas y ella
contesta, con esa voz agradable y neutra como la del navegador del coche o la
que anuncia los artículos de ocasión en el Corte Inglés. Da igual la dificultad
de la pregunta: Alexa está preparada para decirles que la capital de Togo es
Lomé o el endrino la planta de la que se obtiene el pacharán.
Es cierto que Alexa no tiene el encanto de Samantha;
ya saben: aquella que impersonaba Scarlett Johansson y enamoró a Joaquin
Phoenix en la película Her, pero es
que es muy difícil competir con la Johansson en materia de seducción. Aún así,
es una sabionda. Sabe tanto como Google, que es el coto donde la asistente de
Amazon busca sus respuestas.
De todos modos, hay quien se empeña en ponerle las
cosas difíciles y la gente hace preguntas imprevisibles ante las que el ente
pensante debe recurrir a una cosa que se llama Alexa Answers, que es “un repositorio con respuestas aportadas por
la comunidad de usuarios del asistente de voz”. El mecanismo, si me he
enterado bien, es el siguiente: cuando una pregunta no puede ser respondida por
Alexa en persona (es un decir), se abre a las intervenciones de quienes quieran
contribuir de manera voluntaria con sus respuestas, que son revisadas antes de
darlas como válidas por sistemas automáticos, miembros de la comunidad y
moderadores de contenido de Amazon.
No hace mucho que se hizo viral una repuesta de
Alexa que fue difundida por toda la prensa. Una madre, posiblemente agobiada
por un ataque de risa floja de su prole, pregunta: “Alexa, ¿cómo consigo que
mis hijos dejen de reírse?”. “Según un colaborador de Alexa Answers, si es
conveniente, podrías darles un puñetazo en la garganta”, contestó la máquina
con desparpajo. Y continúa la voz con el extravagante consejo: “Si se retuercen
de dolor y no pueden respirar, será menos probable que se rían”.
La respuesta del ente omnisciente despertó toda
clase de reacciones: Unos —los puristas de siempre, los que se rasgan las
vestiduras todos los días por una cosa o por otra (para regocijo de Zara)—, se
escandalizaron; otros vieron, en asunto tan trivial, una rendija que mostraba
el Apocalipsis al que nos conduce el Big Data y cosas así, y otros (entre los
que me encuentro) sintieron cierto regocijo y jolgorio al ver una rendija
cómica en el sistema, como el que ve el imperdible que sujeta el vestido en un
desfile de modelos.
Si acaso, echamos de menos de menos algo más de
sincera picardía por parte de Alexa, como:
“¿Se da cuenta, señora, de que me está haciendo una
pregunta estúpida? O, aún mejor: “Señora, si usted, que es su madre, no sabe
acallar las molestas risas flojas de sus hijos, cómo voy a saber hacerlo yo que
soy un puto algoritmo?
En fin, habrá que ir mejorando el sistema. Mientras
tanto, y mientras la Johansson no esté disponible, confórmese con preguntar a Alexia
cosas tan imprescindibles para su bagaje intelectual como “cuántas patas tiene un ciempiés”, “cómo se llama el abuelo de
Marco” o “cuántas cuerdas tenía el arpa de Nerón”.
Román Rubio
Noviembre 2022
No hay comentarios:
Publicar un comentario