MASCOTAS
El número de perros registrados en España en 2021 es
de algo más de nueve millones trescientos mil (unos cuatro millones y medio más
que en 2010, y subiendo); un perro por cada 3.61 personas. El número de niños
menores de catorce años es de seis millones doscientos cincuenta mil, y
bajando. En cuanto al nacimiento de niños, hubo en 2010 (hace cuatro días, como
aquel que dice) unos doscientos cincuenta mil más que en el año pasado. En
resumen, desde 2010 el número de perros crece exponencialmente al tiempo que
decrece el de niños.
Se entiende por qué es así: el perro exige menos
energía y gasto y una responsabilidad más limitada; alivia la soledad, expresa una
lealtad tan inquebrantable hacia el amo (con perdón) que parece que se alegra cada
vez que le ve —por tarde y borracho que este llegue a casa—, se conforma con
poco o muy poco y no protesta por casi nada. No saca malas notas en el colegio
ni se empeña en convertirse en influencer,
no hace botellón, ni se droga, ni se encierra en su habitación a ver porno, ni
se muestra hostil con sus padres, ni se mete en líos, ni pide ir a Irlanda en
los veranos a aprender inglés. Bueno, hay que sacarlo a pasear de cuando en
cuando, lo que no deja de ser una servidumbre que, a veces, hasta puede
resultar agradable.
A los perros se les
lava regularmente con suaves champús y se les hace manicura, se les lleva al
veterinario y tienen su cartilla de vacunación. Se les da de comer una dieta
equilibrada que incluye paella los domingos, se les castra o esteriliza sin su
consentimiento y la mayoría muere sin conocer los arrebatos de la fornicación.
También se les niega el derecho a la muerte natural. Para evitar el sufrimiento
(mayormente del dueño, al verlo morir), se le administra la eutanasia sin
necesidad de consentimiento del interesado.
Y no como los perros
de Benarés. Allí no conocen ataduras ni collares. Vagan, fornican, duermen,
buscan comida y sombra a su aire. No conocen vacuna ni veterinario ni su cuerpo
ha conocido el agua aparte del ocasional chapuzón en el riachuelo infecto.
Nadie les castra ni esteriliza y ni buscan ni huyen de la compañía del humano a
quien ven como una criatura hermana de la creación. En grupos o solos, andan de
acá para allá o se tumban a la bartola en cualquier lado: en la cuneta, a la
puerta de la tienda o en medio de la calle atestada de tráfico si les viene en
gana.
Acabo de leer algo
sobre las nuevas regulaciones para con los humanizados canes (los de aquí).
Entre ellas hay un proyecto de examen, test de comportamiento, o prueba de
sociabilidad, que atañe a perros de cierto peso y a sus dueños.
Algunos de los ejercicios
que se proponen son: El perro debe acudir a la llamada del amo. Debe permanecer
tumbado quietecito, entre otros perros si así se le ordena. En el paseo, el
animal (de cuatro patas, se entiende) andará al ritmo del guía sin tirar de la
cadena y no al contrario —como en la mayoría de casos que conozco—, se dejará
poner el bozal sin rechistar y solventará con éxito otras muestras de civilidad
comportándose como caballerete de buena familia. Con ello se ganará el derecho
a los privilegios de alimentación sana, atención médica (perdón, veterinaria)
adecuada, peluquería, habitáculo calefactado y eutanasia a conveniencia del dueño y señor de su existencia, con permiso,
eso sí, del veterinario. En caso de no pasar el examen, el dueño deberá llevar
al can sujeto con lazo corto y bozal (si se lo deja poner). Para que se
enteren.
En el caso
excepcional de que el can sepa leer y escribir se le interpelará además con una
prueba escrita en la que la primera pregunta es: ¿Prefiere usted ser el perro
de Mariví o un chucho cualquiera de Benarés?
No tengo ni idea de
qué contestará la mayoría.
Román Rubio
Noviembre 2022
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