jueves, 3 de noviembre de 2022

MASCOTAS

 

MASCOTAS


El número de perros registrados en España en 2021 es de algo más de nueve millones trescientos mil (unos cuatro millones y medio más que en 2010, y subiendo); un perro por cada 3.61 personas. El número de niños menores de catorce años es de seis millones doscientos cincuenta mil, y bajando. En cuanto al nacimiento de niños, hubo en 2010 (hace cuatro días, como aquel que dice) unos doscientos cincuenta mil más que en el año pasado. En resumen, desde 2010 el número de perros crece exponencialmente al tiempo que decrece el de niños.

Se entiende por qué es así: el perro exige menos energía y gasto y una responsabilidad más limitada; alivia la soledad, expresa una lealtad tan inquebrantable hacia el amo (con perdón) que parece que se alegra cada vez que le ve —por tarde y borracho que este llegue a casa—, se conforma con poco o muy poco y no protesta por casi nada. No saca malas notas en el colegio ni se empeña en convertirse en influencer, no hace botellón, ni se droga, ni se encierra en su habitación a ver porno, ni se muestra hostil con sus padres, ni se mete en líos, ni pide ir a Irlanda en los veranos a aprender inglés. Bueno, hay que sacarlo a pasear de cuando en cuando, lo que no deja de ser una servidumbre que, a veces, hasta puede resultar agradable.

A los perros se les lava regularmente con suaves champús y se les hace manicura, se les lleva al veterinario y tienen su cartilla de vacunación. Se les da de comer una dieta equilibrada que incluye paella los domingos, se les castra o esteriliza sin su consentimiento y la mayoría muere sin conocer los arrebatos de la fornicación. También se les niega el derecho a la muerte natural. Para evitar el sufrimiento (mayormente del dueño, al verlo morir), se le administra la eutanasia sin necesidad de consentimiento  del interesado.

Y no como los perros de Benarés. Allí no conocen ataduras ni collares. Vagan, fornican, duermen, buscan comida y sombra a su aire. No conocen vacuna ni veterinario ni su cuerpo ha conocido el agua aparte del ocasional chapuzón en el riachuelo infecto. Nadie les castra ni esteriliza y ni buscan ni huyen de la compañía del humano a quien ven como una criatura hermana de la creación. En grupos o solos, andan de acá para allá o se tumban a la bartola en cualquier lado: en la cuneta, a la puerta de la tienda o en medio de la calle atestada de tráfico si les viene en gana.

Acabo de leer algo sobre las nuevas regulaciones para con los humanizados canes (los de aquí). Entre ellas hay un proyecto de examen, test de comportamiento, o prueba de sociabilidad, que atañe a perros de cierto peso y a sus dueños.

Algunos de los ejercicios que se proponen son: El perro debe acudir a la llamada del amo. Debe permanecer tumbado quietecito, entre otros perros si así se le ordena. En el paseo, el animal (de cuatro patas, se entiende) andará al ritmo del guía sin tirar de la cadena y no al contrario —como en la mayoría de casos que conozco—, se dejará poner el bozal sin rechistar y solventará con éxito otras muestras de civilidad comportándose como caballerete de buena familia. Con ello se ganará el derecho a los privilegios de alimentación sana, atención médica (perdón, veterinaria) adecuada, peluquería, habitáculo calefactado y eutanasia a conveniencia del  dueño y señor de su existencia, con permiso, eso sí, del veterinario. En caso de no pasar el examen, el dueño deberá llevar al can sujeto con lazo corto y bozal (si se lo deja poner). Para que se enteren.

En el caso excepcional de que el can sepa leer y escribir se le interpelará además con una prueba escrita en la que la primera pregunta es: ¿Prefiere usted ser el perro de Mariví o un chucho cualquiera de Benarés?

No tengo ni idea de qué contestará la mayoría.

 

Román Rubio

Noviembre 2022

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