AEROPUERTOS
Hay aeropuertos grandes y pequeños,
anticuados como el de Tegel en Berlín y O’Hare en Chicago y modernos y
sobredimensionados como la T4 de Barajas. Hay aeropuertos sin aviones, como los
de Ciudad Real, Castellón y Murcia, aeropuertos con pocos o muy pocos aviones
como tantos en España y otros con muchos aviones y pasajeros. Hay aeropuertos,
como el de Barajas, Francfurt o Heathrow que son hubs
(donde muchos aparatos medianos alimentan las grandes naves de dos pasillos que
sirven los vuelos intercontinentales), los hay de punto a punto y los hay
turísticos. El de Alicante es un aeropuerto turístico y de punto a punto, de
trajín considerable (próximo a los doce millones de pasajeros al año).
Hace poco que visité la instalación
alicantina y, comoquiera que fui a recoger a alguien cuyo vuelo traía retraso,
me encontré con cuarenta o cincuenta minutos de plantón de cara a la puerta de
llegadas, lo que es ejercicio entretenidísimo para el buen observador de la
raza humana (y perruna, ya que de razas hablamos).
Por alguna razón, cada vez que estoy en
el área de llegadas de un aeropuerto me viene a la memoria la primera escena de
la película Love Actually, localizada en
el aeropuerto de Heathrow y que exhibe las muestras de afecto que allí se
profesan gentes de todas las razas, edades y condición en el momento del encuentro
o más bien, reencuentro.
En el aeródromo alicantino, el 90% de los
vuelos son internacionales, más exactamente europeos, siendo los vuelos
nacionales rara avis y los transoceánicos
inexistentes. En el espacio de una hora punta como la que yo estuve, se puede
dar una secuencia de vuelos del tipo: Liverpool, Luton, Oslo, Madrid,
Dusseldorf, Midlands, Glasgow, Leeds, Ibiza, Hamburgo, Bristol, Moscú. La
mayoría europeos y dentro de ellos, del Reino Unido.
Los súbditos de su graciosa majestad se
muestran allí, en las llegadas, con todo su colorido y peculiaridad. Los vuelos
low cost y charters de Thomas Cook y otras agencias de mayoristas traen a
millones de ciudadanos con perfiles distintos: está el grupo familiar que viene
de vacaciones, está el residente en la costa alicantina que vuelve tras su
visita al Reino Unido y está –y éste es mi favorito- el grupo de despedida de soltero/a.
Ya saben de qué va eso. Se pueden ver en lugares como Torremolinos, Magaluf y
Benidorm o ciudades turísticas como Barcelona. Resultan chocantes cuando se les
ve de fiesta por la noche pero, créanme, a las diez de la mañana, en el espacio
neutro, aséptico, de un vestíbulo aeroportuario resultan particularmente fuera
de lugar, rozando lo grotesco. Se trata de grupos pequeños (de unas cinco o
seis personas) o grandes (de treinta o incluso más) que visten una indumentaria
uniforme que puede ser una discreta camiseta con letrero, un sombrerito de color
rosa con lentejuelas o atrevidas y pintorescas equipaciones. En el grupo
–formado por chicos o chicas, nunca mezclados- destaca una persona que lleva un
atuendo que lo distingue del look común y suele ir tocado/a por un largo velo,
postulándose así, ante los demás como el novio/a. Si la fiesta es masculina, el
protagonista gusta de venir vestido de mujer (supongo que hará así el vuelo
desde origen, para bochorno de los demás pasajeros) luciendo pelacos en las
piernas, enmarcadas estas entre ridícula minifalda y no menos ridículos zapatos
¿cómo no? de tacón alto.
En el vestíbulo del aeropuerto, un
individuo local les espera con un cartelito en el que pone algo así como Deborah´s Hen Party (fiesta de las
gallinas de Deborah) o Bryan´s stag night
(noche del venado de Bryan) que es como los imaginativos y distinguidos
súbditos de su majestad llaman a las despedidas de soltero/a, para transportar
al animado grupo a sus hospedajes de Benidorm o Torrevieja, en dónde los
chicos/as de los suburbios de lugares como Luton, Birmingham o Leicester puedan
dar rienda a sus predecibles iniciativas de diversión y jolgorio,
frecuentemente ligadas al alcohol y al pseudo-sexo; y digo pseudo pues, aunque
contratan toda la parafernalia de stippers, boys, espectáculos eróticos etc, nunca
ha llegado a mis oídos que alguien se haya comido un rosco en tales eventos.
Otro elemento a
destacar en el contexto de las llegadas aeroportuarias es el que protagonizan el perro y el amo. Como ya he
dicho, muchos de los pasajeros son residentes afincados en la costa alicantina. Al volver de su visita al
Reino Unido, Alemania o Escandinavia, la señora o el señor es recibido en el
aeropuerto por su cónyuge o familiar acompañado por la perrita. Créanme: nada
más sincero, natural y afectuoso como el reencuentro del viajero/a con el
animal. Mientras al marido se le despecha con un desabrido abrazo que se puede
interpretar de cualquier manera, al perrito se le dedican los más desinhibidos
arrumacos y muestras de amor incondicional. Debo decir que lo mismo ocurre por
la parte del perro, que muestra una sincera y noble alegría al ver de nuevo a
su amo/a moviendo el rabito y celebrando el simple hecho de verle, de estar
juntos de nuevo. Enternecedor el espectáculo de amor puro, sin condiciones, entre
perro y amo; y muy revelador.
Mi amigo Lucio de Miguel, hombre de
cultura, dicharachero y cierto gracejo me contó en una ocasión la conversación
(o monólogo) que había presenciado entre una vecina del barrio y su perro,
fuera ya del ámbito aeroportuario. La mujer, en la calle, en un atardecer de
invierno, con el índice de su mano derecha levantado, se dirigía al perro, que
al parecer no estaba por la labor de caminar, del siguiente modo: “Esto no es
en lo que habíamos quedado en casa, ¿verdad?” “Habíamos quedado en que daríamos
la vuelta al parque antes de subir a casa ¿o no?” El perro no decía ni mu pero
meneaba incesantemente la cola y la miraba fijamente, como si se enterase de
todo; o le importase todo un comino. Cosas de perros. Y de ingleses.
Román Rubio
#roman_rubio
Julio 2015
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