domingo, 12 de julio de 2015

AEROPUERTOS

AEROPUERTOS











Hay aeropuertos grandes y pequeños, anticuados como el de Tegel en Berlín y O’Hare en Chicago y modernos y sobredimensionados como la T4 de Barajas. Hay aeropuertos sin aviones, como los de Ciudad Real, Castellón y Murcia, aeropuertos con pocos o muy pocos aviones como tantos en España y otros con muchos aviones y pasajeros. Hay aeropuertos, como el de Barajas, Francfurt o Heathrow que son  hubs (donde muchos aparatos medianos alimentan las grandes naves de dos pasillos que sirven los vuelos intercontinentales), los hay de punto a punto y los hay turísticos. El de Alicante es un aeropuerto turístico y de punto a punto, de trajín considerable (próximo a los doce millones de pasajeros al año).

Hace poco que visité la instalación alicantina y, comoquiera que fui a recoger a alguien cuyo vuelo traía retraso, me encontré con cuarenta o cincuenta minutos de plantón de cara a la puerta de llegadas, lo que es ejercicio entretenidísimo para el buen observador de la raza humana (y perruna, ya que de razas hablamos).

Por alguna razón, cada vez que estoy en el área de llegadas de un aeropuerto me viene a la memoria la primera escena de la película  Love Actually, localizada en el aeropuerto de Heathrow y que exhibe las muestras de afecto que allí se profesan gentes de todas las razas, edades y condición en el momento del encuentro o más bien, reencuentro.




En el aeródromo alicantino, el 90% de los vuelos son internacionales, más exactamente europeos, siendo los vuelos nacionales rara avis y los transoceánicos inexistentes. En el espacio de una hora punta como la que yo estuve, se puede dar una secuencia de vuelos del tipo: Liverpool, Luton, Oslo, Madrid, Dusseldorf, Midlands, Glasgow, Leeds, Ibiza, Hamburgo, Bristol, Moscú. La mayoría europeos y dentro de ellos, del Reino Unido.

Los súbditos de su graciosa majestad se muestran allí, en las llegadas, con todo su colorido y peculiaridad. Los vuelos low cost y charters de Thomas Cook y otras agencias de mayoristas traen a millones de ciudadanos con perfiles distintos: está el grupo familiar que viene de vacaciones, está el residente en la costa alicantina que vuelve tras su visita al Reino Unido y está –y éste es mi favorito- el grupo de despedida de soltero/a. Ya saben de qué va eso. Se pueden ver en lugares como Torremolinos, Magaluf y Benidorm o ciudades turísticas como Barcelona. Resultan chocantes cuando se les ve de fiesta por la noche pero, créanme, a las diez de la mañana, en el espacio neutro, aséptico, de un vestíbulo aeroportuario resultan particularmente fuera de lugar, rozando lo grotesco. Se trata de grupos pequeños (de unas cinco o seis personas) o grandes (de treinta o incluso más) que visten una indumentaria uniforme que puede ser una discreta camiseta con letrero, un sombrerito de color rosa con lentejuelas o atrevidas y pintorescas equipaciones. En el grupo –formado por chicos o chicas, nunca mezclados- destaca una persona que lleva un atuendo que lo distingue del look común y suele ir tocado/a por un largo velo, postulándose así, ante los demás como el novio/a. Si la fiesta es masculina, el protagonista gusta de venir vestido de mujer (supongo que hará así el vuelo desde origen, para bochorno de los demás pasajeros) luciendo pelacos en las piernas, enmarcadas estas entre ridícula minifalda y no menos ridículos zapatos ¿cómo no? de tacón alto.

En el vestíbulo del aeropuerto, un individuo local les espera con un cartelito en el que pone algo así como Deborah´s Hen Party (fiesta de las gallinas de Deborah) o Bryan´s stag night (noche del venado de Bryan) que es como los imaginativos y distinguidos súbditos de su majestad llaman a las despedidas de soltero/a, para transportar al animado grupo a sus hospedajes de Benidorm o Torrevieja, en dónde los chicos/as de los suburbios de lugares como Luton, Birmingham o Leicester puedan dar rienda a sus predecibles iniciativas de diversión y jolgorio, frecuentemente ligadas al alcohol y al pseudo-sexo; y digo pseudo pues, aunque contratan toda la parafernalia de stippers, boys, espectáculos eróticos etc, nunca ha llegado a mis oídos que alguien se haya comido un rosco en tales eventos.

Otro elemento a destacar en el contexto de las llegadas aeroportuarias es el  que protagonizan el perro y el amo. Como ya he dicho, muchos de los pasajeros son residentes afincados en  la costa alicantina. Al volver de su visita al Reino Unido, Alemania o Escandinavia, la señora o el señor es recibido en el aeropuerto por su cónyuge o familiar acompañado por la perrita. Créanme: nada más sincero, natural y afectuoso como el reencuentro del viajero/a con el animal. Mientras al marido se le despecha con un desabrido abrazo que se puede interpretar de cualquier manera, al perrito se le dedican los más desinhibidos arrumacos y muestras de amor incondicional. Debo decir que lo mismo ocurre por la parte del perro, que muestra una sincera y noble alegría al ver de nuevo a su amo/a moviendo el rabito y celebrando el simple hecho de verle, de estar juntos de nuevo. Enternecedor el espectáculo de amor puro, sin condiciones, entre perro y amo; y muy revelador.

Mi amigo Lucio de Miguel, hombre de cultura, dicharachero y cierto gracejo me contó en una ocasión la conversación (o monólogo) que había presenciado entre una vecina del barrio y su perro, fuera ya del ámbito aeroportuario. La mujer, en la calle, en un atardecer de invierno, con el índice de su mano derecha levantado, se dirigía al perro, que al parecer no estaba por la labor de caminar, del siguiente modo: “Esto no es en lo que habíamos quedado en casa, ¿verdad?” “Habíamos quedado en que daríamos la vuelta al parque antes de subir a casa ¿o no?” El perro no decía ni mu pero meneaba incesantemente la cola y la miraba fijamente, como si se enterase de todo; o le importase todo un comino. Cosas de perros. Y de ingleses.

Román Rubio
#roman_rubio
Julio 2015

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