MITOS Y
CAMINOS
Hay caminos
verdes que van a la ermita, los hay que no lo son, que se hacen al andar - como
estelas en la mar-, hay caminos de gloria, de servidumbre y de perdición; de
expiación y de rosas; de espinas y que llevan al Parnaso, a Jerusalén o a Roma
(todos ellos); hasta ingenieros tienen, para ellos solos. Los hay que se hacen
en tren y van a Oriente (Estambul) y están llenos de lujos y comodidades,
asesinos en tweeds y escritoras inglesas
machuchas y tramas inverosímiles. Los hay también míticos, que proponen viajes
iniciáticos, que son esos viajes en los que uno va siendo una cosa y acaba
siendo otra. La superación de las fatigas y dificultades del propio camino (o
viaje), el diálogo interior de las largas marchas, el contacto con el extranjero
y el beneficio del paisaje ejercen en el alma del crédulo el necesario y
sorprendente cambio purificador que le convertirá en alguien más bueno y
comprensivo, mejor hijo, padre, esposo y un ser humano más positivo y feliz. ¡Un
milagro!
Hay ejemplos
literarios que alimentan el mito del viaje iniciático. Está La Odisea, en la
que, ante el desafío de Ulises a los dioses, Poseidón le condena a viajar por
esos mares. El héroe, en su viaje a Ítaca descubre, entre otras cosas, que
inteligencia y sabiduría no son la misma cosa. Otro viajero famoso fue Don
Quijote: considerando que el lugar de la Mancha en el que habitaba le
proporcionaba pocos alicientes, decidió salir de viaje en un periplo circular y
sin mucho sentido, con la esperanza de encontrar en sitios calcados al suyo
(bueno, va a Barcelona pero fue antes de las Olimpiadas) excitantes aventuras
que aliviaran su tedio además de permitirle hacer un mundo un poco más justo.
Ya se sabe: “en cualquier sitio mejor que en casa”.
Pero para
caminos de purificación, como mito etiológico de la renovación y tránsito a la
perfección humana, el de Santiago (los de Santiago, porque son muchos, en
realidad). Y, por supuesto, la Ruta 66 norteamericana, favorita del papanatas
cosmopolita.
Como devoto
del Camino de Santiago siempre me ha fascinado la motivación que impulsa a las
personas a venir de Nueva Zelanda (pongamos por caso) a Roncesvalles, Irún o
exótico lugar similar, colgarse una mochila al hombro como penitencia y
lanzarse a andar kilómetros y kilómetros, día tras día, tostándose las
pantorrillas de pasar muchas horas al día andando hacia el oeste. Al fin y al
cabo, yo solo me tengo que desplazar unos cientos de kilómetros para afrontar
con talante deportivo y turístico lo que muchos ven como rito iniciático. Allá
ellos. Las motivaciones son muy variadas. Una de las más recurrentes (entre
jóvenes norteamericanos, al menos) es la de la influencia que en ellos ha
ejercido la película El Camino de Martin Shean, que han visionado en el colegio
(en la clase de ética, supongo, ¿o quizás en la de geografía?) y en la que el
padre transporta hasta Santiago las cenizas del hijo muerto por accidente
cuando se disponía a emprender su viaje.
El mito de la
Ruta 66 americana es más complejo. Nunca la he hecho, aunque, por azar, he
recorrido algunos de sus tramos en el estado de Oklahoma, al que atraviesa de
cabo a rabo. Lo encuentro una sosería. En primer lugar, la mayoría de los
tramos han desaparecido como tales y han pasado a formar parte en su trazado de
las autopistas interestatales que se proyectaron en la época de Eisenhower, a
modo de las autobhan alemanas y con
el propósito de desplazar tropas en territorio americano en caso de ataque. En
segundo lugar, la originaria Ruta 66, que fuera la primera vía (o cadena de
carreteras locales) asfaltada que unía el Este con el Pacífico (de Chicago a
Santa Mónica) atravesaba todos los pueblos y ciudades del camino. Por razones
obvias se construyeron bypass en
todas las localidades con lo que, hacer el recorrido original, donde es
posible, supone salir de la carretera para atravesar unos anodinos pueblos
adormecidos, todos iguales o parecidos para volver a entrar en la aburrida
autopista. Y las ciudades… bueno, tendrá usted el privilegio de visitar sitios
tan excitantes y llenos de carácter como San Luis y Springfield en Misuri y
Tulsa en Oklahoma, además de largos tramos áridos, con sus cactus y todo de la
parte (esta no la conozco) de Nuevo mexico, Arizona y California. Eso sí, podrá
hacer fotos; muchas fotos: mayormente de neones anunciando franquicias como
Taco Bell, WallMart y Burger King o moteles Super 8 o Travelodge, pero también
de vetustas estaciones de servicio, moteles con sabor (inhabitables en su
mayoría, según relato de Bill Bryson) y de alguna que otra banda de calzonazos
exhibicionistas que cabalgan en sus Harleys vistiendo aguerridos cueros y
poniendo cara de malos para beneficio del turista, preferiblemente europeo, que
son los que más se dejan impresionar, tras los asiáticos.
El mito de la
66 se divulgó, en parte, por la novela de Steinbeck “las uvas de la ira” que
fue llevada al cine en 1940 por John Ford, de fuerte contenido social y en la
que rancheros de Oklahoma, tras haber sido despojados de sus bienes por los
bancos, viajaban a California en busca de un futuro mejor. Creció con “On the
Road”, esa novela que todo el mundo se ha llevado alguna vez de viaje y nadie
ha acabado de leer, de Jack Kerouac, considerada la cumbre de la literatura beatnik (por cierto, que Kerouac empezó
a escribir la novela en francés –su lengua nativa- y la llamaba, de manera
premonitoria, el rollo) y se
magnificó con un bodrio de película, Easy
Rider, que ha aguantado mal el paso del tiempo y en la que dos motoristas
(Dennis Hopper y Peter Fonda) viajan de Los Angeles a Nueva Orleans en busca
de… no me acuerdo. No tengo paciencia ni ganas de volver a ver la película para
comentarla, de modo que he recurrido a la opinión de mi respetado Boyero, que
solo salva de la quema la actuación de Jack Nicholson y la música.
En fin,
amigos, que no os garantizo que el hecho de caminar mil kilómetros hasta
Santiago o recorrer cinco mil en una chopper
o un Toyota alquilado os vaya a hacer mejores personas. Os dará, eso sí, la
posibilidad de traeros una concha de vieira y/o montones de llaveritos,
abrebotellas y otras quincallas de la Ruta. Y por favor, si alguno de vosotros
la ha recorrido y ha sabido ver algo que a mí se escapa, hágalo saber en los
comentarios de este mismo blog.
Román Rubio
#roman_rubio
Julio 2005
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