DISPENDIOS
Se nos achaca
a los valencianos –y con razón- la posición de campeones en el tiovivo del
dispendio soez e innecesario que ha sacudido España en los últimos años.
Nuestras Ciudades Quiméricas: la de La Luz en Alicante, la de Las Artes y las
Ciencias (¿podría existir un nombre más pomposo e infantiloide?) en Valencia,
el aeropuerto de Castellón, nuestros ruinosos eventos deportivos, las caravanas
de coches oficiales que guiaban a nuestros iluminados líderes (votados por
cientos de miles de pardillos) por los mejores y más caros hoteles de la
geografía española, o de Bruselas, o Nueva York, en donde se alquilaban
los mejores salones para que los
elegidos por nuestros intelectualmente deficitarios paisanos, se elogiaran unos
a otros, se impusieran medallas y hartos
de loarse recíprocamente en su tierra, lo hicieran en lugares con más caché y
muchísimo más caros, aunque con la misma trascendencia.
Los
valencianos con seso –entre quienes me cuento- creíamos haberlo visto todo. No
había ningún dispendio, nada baldío,
superfluo o prescindible en que se pudiera derrochar el dinero que no
hubiéramos visto ya. O eso creía yo. Hasta que fui a Madrid.
El mes pasado
viajé con mi coche a la capital con el propósito de recoger a alguien del
aeropuerto. Comoquiera que la persona llegaba en un vuelo a las ocho y pico de
la tarde, decidí coger una habitación en un hotel cercano al aeropuerto, en un
lugar en el que la ciudad, sin dejar de serlo, pierde su cara más aseada y
compacta para convertirse en el reino del chapista, el almacén, el moderno
edificio de oficinas y la sede del periódico en español con vocación global (ya
me entienden). La distancia al aeropuerto debía de ser mínima: ¿un par de
kilómetros? pero mi impericia al volante y la sobreinformación de paneles de
autopista me condujeron a una vía… de peaje. La verdad es que siento pudor al
confesarlo, porque la distancia a recorrer era tan insignificante y la
dirección tan recta que el asunto resulta ridículo, pero es así. Salgan ustedes
por Alcalá, sigan indicaciones al Aeropuerto y verán una señal que les dirige a
la T4 (con peaje). Ni que decir tiene que el único vehículo en tan holgada y a
todas luces innecesaria autopista era el mío. Bueno, no. Coincidí en la cabina
de pago con un BMV que pagaba (como yo) diligentemente sus modestos dos euros y
pico de impuesto revolucionario a la elite extractora del país. Nos miramos
ambos y bajamos la vista como cuando te encuentras con alguien orinando a la
vuelta del arbusto.
La siguiente
sorpresa fue la T4. Llegué con más de media hora de antelación y me dediqué a
recorrerla. Aburrido de las puertas de llegada, copadas por papás y mamás que
recogían a sus hijos de vuelta de los ruinosos e improductivos viajes al Reino
Unido a aprender algo de italiano o japonés, subí al área de salidas en busca
de emociones exóticas. Para mi sorpresa, me encontré con un vestíbulo inmenso,
pero inmenso, prácticamente vacío; sólo estaban ocupados el quince o veinte por
ciento de los mostradores de facturación y éstos (con un par de excepciones de
líneas del Oriente Medio) con un puñado de pasajeros facturando; el resto tenía
las persianas cerradas y las cintas de bloqueo del paso puertas. Y me pregunto:
¿hacía falta tal desmesurado y caro templo para tan modesta parroquia?
En el camino
de vuelta había más sorpresas, pero la prudencia me invitó a programar el GPS
de modo que evitara los traicioneros peajes y debí conducir atento a los
cruces, de modo que las obvié. Bueno, todas menos una. En un momento dado me
topé con todo un estadio, llamado FCC (Florentino Contreras Carvajal) según el
cartel y conocido como La Peineta, o algo así. Y lo entendí todo. Eran (son)
tan manguis como nosotros y sus
electores tan débiles mentales, pero más numerosos.
Román Rubio
@roman_rubio
Agosto 2015
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