Veraneo a las
afueras de un pueblo (uno de los miles de pueblos de España; semipintoresco,
con vestigios de lo que un día fuera un castillo y buen agua; como decía mi padre:
“cuídate de los pueblos que presumen de buen agua. Suelen ser los más aburridos”.
El mío lo es. O lo es para mí que no gusto, como otros, de largas partidas de dominó en las tórridas
tardes del agosto ni me entusiasman los bailes en la plaza. El porqué de mi
afición por pasar aquí gran parte del verano “el veraneo” es algo que no deja
de intrigarme. ¿Será porque pasé aquí los veranos de mi infancia y hay una
memoria de sensaciones olfativas y cutáneas ancestrales, telúricas casi? ¿Será
que amo o necesito el tedio?, ¿es simplemente masoquismo? Lo cierto es que
cuando intento huir del aburrimiento y me aventuro a la costa para unirme a
fiestorros y celebraciones echo de menos la quietud, el silencio intenso del
pueblo solo roto por las chicharras y las monótonas campanadas de la torre de
la iglesia. Y aquí vuelvo. Y aquí estoy.
Mi casa está
en una parcela de unos 4oo metros cuadrados junto a otras casas, todas ellas de
parcela y jardín; las de mis inmediatos vecinos, de parcela mas grande. No sé
si a ustedes les ocurre lo mismo, pero mis vecinos poseen toda clase de
máquinas outdoor imaginable: cortadora
de césped a motor de combustión, motosierra, podadora de setos, aspiradora y
hasta máquina de barrer. Sí, se trata de ese aparato con el que se afanaba mi
laboriosa vecina el otro día como a las diez de la noche y que, a costa de un
ruido desagradable, desplaza a soplidos
las hojas y agujas de pino hacia un lugar en el que, inevitablemente, tenemos
que recurrir a la escoba y el recogedor, que es con lo que, de seguir los
dictados del sentido común, deberíamos
haber empezado.
A ver, mis
vecinos son gente estupenda, de los que elegiríamos como tales si el caso se
presentara. Amantes de la vida en familia, son educados (un plus en los tiempos
que corren), gentes de bien, prestos a echar una mano si hace falta y poco
amigos de fiestas con música y griterío, lo que es de agradecer. Solo tienen un
defecto; probablemente el mismo que los
tuyos, amigo lector: les gusta hacer muchas cosas (son gente activa) y les
gusta hacerlo con máquinas que, aconsejados por el diablo del consumo, adquieren
compulsivamente en almacenes de bricolaje. Sin atender al ruido que puedan
producir, la energía que consuman, las posibles averías o la cantidad de
trabajo a realizar: si hay máquina para ello, me la compro.
Recuerdo un
artículo del escritor Bill Bryson, que es quien mejor sabe poner la lupa en las
rendijas de la vida americana cotidiana, en que el autor va a una de esas
inmensas tiendas de su país, paraíso del DIY, con la ingenua pretensión de
comprar un cortacésped de los que no tienen motor, que funcionan con el solo
impulso que le damos al andar. ¿Para qué iba a querer alguien algo simple, sin
averías, que haya que empujar habiendo otro con motor, que produce un ruido
infernal, necesita gasolina para funcionar y encima tiene averías? Seria de
tontos. O de tipos como Bill, que aunque americano de nacimiento, ha vivido
largos años en Yorkshire (Inglaterra). Los dependientes le miraban con cara de
incrédulos al verse en presencia de alguien tan absurdo que quisiera comprar
algo a lo que hubiera que empujar y al final hubo que encargarlo del catálogo
de la tienda. ¿Para qué habría de haber en stock
máquina tan desfasada y absurda? No pareció reparar nadie que para los sesenta
metros de césped de la casa del escritor no hacía falta comprar un tractor como
el que dieron a Forrest Gump para que se entretuviera cortando (gratis) el
césped del campo de fútbol.
Mis vecinos
–gente honrada y de buen trato, como ya he dicho- son de los que sienten un
sudor frío ante la perspectiva de recoger hojas con algo tan simple y arcaico
como un rastrillo o una escoba; ni en
sus peores sueños contemplan el hecho de recortar un seto con tijeras de podar
ni usar un artefacto al que haya que empujar para hacer algo: “Ophra does not walk, Ophra does not do
stairs”, dijo Ophra Winfrey en una ocasión, según versión de su biógrafa
Kity Kelley. Tiempos hubieron en los que la niña de Kosciusko (Misisipi) tenía
que andar o subir escaleras, pero no después de que se convirtiera en una
celebridad y hablara de ella misma en tercera persona, lo que no está nada mal
para alguien nacido en Kosciusko; ¿no hay acaso coches y ascensores? Y si hay
que andar, por aquello de los michelines y
la salud cardiovascular, para eso está la cinta del gimnasio, tan cómoda
ella. Me mide la distancia recorrida, me regula el paso, consume electricidad,
se estropea de vez en cuando, me da la oportunidad de adquirir una de tanto en tanto con funciones nuevas y la
puedo usar al tiempo que veo mi programa de televisión favorito. Yo no tengo
programa favorito, de modo que hago zapping hasta que encuentro uno en el que
no sale Marhuenda.
Román Rubio
@roman_rubio
Agosto 2015
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