INMIGRANTES
Millares de
refugiados se desplazan andando por Centroeuropa tratando de llegar a Alemania;
cientos más viven acampados en Calais esperando dar el salto al Reino Unido
intentando subirse a trenes o a las cajas de los camiones, entre las mercancías;
otros, en las playas turcas, dan el salto de manera imprudente y a menudo
trágica en pequeñas embarcaciones a las islas griegas. Miles de libios y
subsaharianos abarrotan embarcaciones que cruzan el Mediterráneo y desembarcan
–o lo intentan- en las islas de Lampedusa o Sicilia. La astuta política
exterior española ha logrado implicar a las autoridades norteafricanas en la
labor de desactivar aquel aluvión de cayucos y pateras que la chulesca actitud
de Aznar ante todo lo que no fuera el imperio había alimentado. Aún así, las
vallas de Ceuta y Melilla son, ocasionalmente, puntos calientes de asaltos en
masa. El pequeño Abou y otros no tan pequeños han sido descubiertos por la
policía española en lugares como maletas, maleteros de coche y otras angosturas.
En EEUU, la valla de la frontera mexicana, el Desierto de Sonora y las
patrullas fronterizas apenas pueden contener el paso de los ilegales al país.
Con la promesa de parar el chorro construyendo un muro de 1.123 kilómetros,
Donald Trump, el hombre del peinado imposible, ha logrado encontrar argumentos
para presentar su candidatura a la Presidencia; y además, la van a pagar ellos
(los mexicanos). Unos vienen en busca de refugio inducidos por la guerra o las
represalias y otros simplemente porque quieren otra vida. Iba a decir una vida
mejor, pero no estoy seguro: no sé si la vida del mantero extendiendo su
mercancía en una calle céntrica de cualquier ciudad española y preparado para
correr huyendo de la policía es mejor que la que llevaba en su país, pero al
menos, en este lugar –dicen-, hay esperanza de poderla mejorar.
La
incongruencia del asunto es que occidente, el primer mundo, no puede prestar auxilio a todas esas gentes y al
mismo tiempo no puede dejar de hacerlo. No puede dejar de hacerlo porque sería
un atentado de lesa humanidad, de desatención al desamparado que, sin
delinquir, viene en busca de socorro. No puede dejar de hacerlo por su propio
interés, ya que la inmigración le garantiza el relevo generacional que la
pirámide de la población occidental está pidiendo y no puede hacerlo, al menos de manera ilimitada, porque eso significaría
abrir las fronteras, lo que acabaría con la situación de privilegio y si no
fuera (occidente) una zona privilegiada ¿para qué habrían de venir?
El desfase
viene dado por los mismos fundamentos de la filosofía del libre comercio y su
oposición al proteccionismo de cuotas, cupos y regulaciones. La libre
circulación de mercancías, la cada vez mayor liberación y exención de aranceles
y tasas entre países, que tanto progreso ha traído a la humanidad y las cada vez menores trabas al movimiento de
capitales a través de fronteras, que tanta riqueza ha aportado a algunos, no se
han visto respaldadas por la tercera pata del estadio liberal del laissez faire: la libre circulación de
trabajadores. Es cierto que la oferta y la demanda, por sí mismas, acaban
regulando el mercado de mercancías y capitales; con sufrimientos en el camino
mientras los desfases encuentran su equilibrio, pero regulándose a la postre.
Esto, sin embargo no ocurre, o no ocurre de manera completa si no abrimos las
fronteras para que “el mercado del trabajo” –los trabajadores- se regule al
mismo tiempo por efecto del mismo mecanismo oferta-demanda. Si admitimos que se
pueden fabricar y vender los productos en el lugar que se quiera sin
restricción y llevar el capital de un lugar a otro ¿por qué poner puertas al
mercado de trabajadores? Si la eliminación de las fronteras sirve para regular
los mercados que se instalan allí dónde las condiciones son más favorables, el
hecho de poner trabas al desplazamiento de las personas no hace sino
desequilibrar el sistema.
Sencillamente,
la apertura total de fronteras para las personas significaría la igualación del
nivel de vida entre los países y eso es algo que los países occidentales no
están dispuestos a conceder, por la sencilla razón de que los vasos
comunicantes de la riqueza les harían perder nivel de vida. Lo dice la ley de
Murphy: para que unos vivan bien, otros tienen que vivir peor: y eso se cumple
tanto de manera intra como inter fronteriza. Para que mi casa
luzca, alguien se tiene que subir al andamio para arreglar la fachada, haga
frío o calor. Para que en occidente se pueda comerciar con todo aquello
que llenan las estanterías de sus
centros comerciales y cuyo IVA paga sus estados de bienestar, deben existir
otros muchos países en que puedan fabricar barato y otros más en que se fabrique
tan poco y tan barato que cualquier éxodo es deseable a la vida en ellos. Eso,
y la guerra.
Román Rubio
@roman_rubio
Septiembre
2015
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