martes, 8 de septiembre de 2015

INMIGRANTES

INMIGRANTES









Millares de refugiados se desplazan andando por Centroeuropa tratando de llegar a Alemania; cientos más viven acampados en Calais esperando dar el salto al Reino Unido intentando subirse a trenes o a las cajas de los camiones, entre las mercancías; otros, en las playas turcas, dan el salto de manera imprudente y a menudo trágica en pequeñas embarcaciones a las islas griegas. Miles de libios y subsaharianos abarrotan embarcaciones que cruzan el Mediterráneo y desembarcan –o lo intentan- en las islas de Lampedusa o Sicilia. La astuta política exterior española ha logrado implicar a las autoridades norteafricanas en la labor de desactivar aquel aluvión de cayucos y pateras que la chulesca actitud de Aznar ante todo lo que no fuera el imperio había alimentado. Aún así, las vallas de Ceuta y Melilla son, ocasionalmente, puntos calientes de asaltos en masa. El pequeño Abou y otros no tan pequeños han sido descubiertos por la policía española en lugares como maletas, maleteros de coche y otras angosturas. En EEUU, la valla de la frontera mexicana, el Desierto de Sonora y las patrullas fronterizas apenas pueden contener el paso de los ilegales al país. Con la promesa de parar el chorro construyendo un muro de 1.123 kilómetros, Donald Trump, el hombre del peinado imposible, ha logrado encontrar argumentos para presentar su candidatura a la Presidencia; y además, la van a pagar ellos (los mexicanos). Unos vienen en busca de refugio inducidos por la guerra o las represalias y otros simplemente porque quieren otra vida. Iba a decir una vida mejor, pero no estoy seguro: no sé si la vida del mantero extendiendo su mercancía en una calle céntrica de cualquier ciudad española y preparado para correr huyendo de la policía es mejor que la que llevaba en su país, pero al menos, en este lugar –dicen-, hay esperanza de poderla mejorar.




La incongruencia del asunto es que occidente, el primer mundo, no puede  prestar auxilio a todas esas gentes y al mismo tiempo no puede dejar de hacerlo. No puede dejar de hacerlo porque sería un atentado de lesa humanidad, de desatención al desamparado que, sin delinquir, viene en busca de socorro. No puede dejar de hacerlo por su propio interés, ya que la inmigración le garantiza el relevo generacional que la pirámide de la población occidental está pidiendo  y no puede hacerlo, al menos de  manera ilimitada, porque eso significaría abrir las fronteras, lo que acabaría con la situación de privilegio y si no fuera (occidente) una zona privilegiada ¿para qué habrían de venir?

El desfase viene dado por los mismos fundamentos de la filosofía del libre comercio y su oposición al proteccionismo de cuotas, cupos y regulaciones. La libre circulación de mercancías, la cada vez mayor liberación y exención de aranceles y tasas entre países, que tanto progreso ha traído a la humanidad y  las cada vez menores trabas al movimiento de capitales a través de fronteras, que tanta riqueza ha aportado a algunos, no se han visto respaldadas por la tercera pata del estadio liberal del laissez faire: la libre circulación de trabajadores. Es cierto que la oferta y la demanda, por sí mismas, acaban regulando el mercado de mercancías y capitales; con sufrimientos en el camino mientras los desfases encuentran su equilibrio, pero regulándose a la postre. Esto, sin embargo no ocurre, o no ocurre de manera completa si no abrimos las fronteras para que “el mercado del trabajo” –los trabajadores- se regule al mismo tiempo por efecto del mismo mecanismo oferta-demanda. Si admitimos que se pueden fabricar y vender los productos en el lugar que se quiera sin restricción y llevar el capital de un lugar a otro ¿por qué poner puertas al mercado de trabajadores? Si la eliminación de las fronteras sirve para regular los mercados que se instalan allí dónde las condiciones son más favorables, el hecho de poner trabas al desplazamiento de las personas no hace sino desequilibrar el sistema.

Sencillamente, la apertura total de fronteras para las personas significaría la igualación del nivel de vida entre los países y eso es algo que los países occidentales no están dispuestos a conceder, por la sencilla razón de que los vasos comunicantes de la riqueza les harían perder nivel de vida. Lo dice la ley de Murphy: para que unos vivan bien, otros tienen que vivir peor: y eso se cumple tanto de manera intra como inter fronteriza. Para que mi casa luzca, alguien se tiene que subir al andamio para arreglar la fachada, haga frío o calor. Para que en occidente se pueda comerciar con todo aquello que  llenan las estanterías de sus centros comerciales y cuyo IVA paga sus estados de bienestar, deben existir otros muchos países en que puedan fabricar barato y otros más en que se fabrique tan poco y tan barato que cualquier éxodo es deseable a la vida en ellos. Eso, y la guerra.

Román Rubio
@roman_rubio
Septiembre 2015 

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