lunes, 12 de octubre de 2015

JUGUETES PERFECTOS

 JUGUETES PERFECTOS















El Hospital La Fe es el hospital más grande de Valencia y de toda la Comunidad Valenciana. Es el Hospital de Referencia (cualquiera que sea el significado) de toda la región. Es nuevo y estupendo y tiene unas mil habitaciones individuales y otros servicios que podrían ser envidiados por muchos otros hospitales públicos y privados de cualquier parte del mundo. Como se dice del Metro de Moscú: es el lujo al servicio del pueblo. Y es grande, muy grande, con números de gran hospital: unos 50.000 ingresos anuales, más de treinta mil intervenciones quirúrgicas y unas 230.000 urgencias atendidas anualmente. La función de atención externa es también muy activa cubriendo un área de población más de 300.000 personas más todos aquellos acogidos provenientes de otras áreas sanitarias. La actividad cotidiana, como pueden imaginar, es frenética.

El vestíbulo central del edificio principal, que sirve de distribuidor tanto a consultas externas como a otros muchos servicios es espacioso y muy transitado. A la izquierda según se entra hay unos ascensores eficientes y de gran capacidad para dar acceso  a las seis plantas de arriba y su multitud de dependencias. Pues bien, no hay escalera junto a los ascensores que hagan la misma función. En el enorme (adecuadamente dimensionado, más bien) vestíbulo del cuerpo principal de un enorme hospital no hay una humilde escalera que podamos usar para subir cómodamente dos, tres pisos, hasta uno de los servicios del edificio. Tenemos necesariamente que hacer cola y subir en atestados ascensores pegados claustrofóbicamente a otros ciudadanos. Muchos no estamos tullidos, ni siquiera enfermos, otros van a sus revisiones y sus gestiones. Los hay que van a visitar pacientes o profesionales o ¡qué sé yo! Imagínense ustedes el motivo. Cuando la cola de gente esperando los ascensores es notable (más de cincuenta personas) una persona de bata blanca dirige a los que esperan a otros ascensores que están al fondo del vestíbulo, al final de un pasillo que pone Oncología, a la izquierda. En fin, nada obvio. Cuando le pregunté a la persona que me envió al remoto ascensor si es que no había una escalera (una humilde escalera) la mujer me miró como a un bicho rarito, un ciudadano quisquilloso (ya me entienden) y me indicó que sí, que había una escalera cercana a ese ascensor.
Me molestó pensar que alguien que diseña un edificio público de seis plantas no coloque una espaciosa y visible escalera en el lugar más prominente, o al menos, igual de visible que los ascensores. Por norma. Creo que ya ven por dónde voy. Ya escribí algo de esto en un artículo anterior: si puedes poseer algo complicado, caro, que necesite energía eléctrica o de combustión para funcionar y que se estropee ¿para qué  habrías de adquirir algo sencillo, humilde y sin averías que haga la misma función? Esa parece ser la máxima de la gente de este país que llegó al desarrollo más tarde que los de nuestro entorno y que se ha visto mixtificado por un sentido hortera de la modernidad y el progreso. Pongamos que los usuarios de los ascensores sean 8.000 personas al día y que la mitad de ellos (4.000) prefiriéramos usar la escalera. Ello supondría la reducción de 4.000 usuarios diarios en los ascensores. ¿Cuál sería el ahorro anual en electricidad y mantenimiento de la maquinaria?, ¿el sueldo quizás de tres enfermeros, de diez? Además de colaborar a hacernos un poquito más felices a muchos ciudadanos, como yo, quisquillosos.

La simplicidad, lo gratuito o de poco coste, la genialidad, elegancia y pureza del diseño del objeto perfecto parece tener poco predicamento en este pueblo ruidoso, barroco y de “parvenus”. Les pondré un ejemplo: el día de Reyes, nuestras aceras y parques están llenas de niños con flamantes motos y cochecitos eléctricos, atractivos de color y formas que se mueven por la acera con un irritante sonido eléctrico mientras el padre corre al lado para evitar el descarrilamiento del vehículo con niño dentro. A la semana siguiente vemos muy pocos y al mes siguiente ninguno, hasta el siguiente año en que los condescendientes abuelos hacen que el pobre Papá Noel, o Melchor o quienquiera que venga del más allá  venga cargado con el enorme y nada barato artefacto. Ahora piensen ustedes en el juguete perfecto: un balón, un humilde balón; redondo, sencillo, sin enchufes, motores, ruidos ni averías. Simple, rotundo, perfecto. Quizás esté algo arrinconado por el niño el día de Reyes, pero tres meses, seis meses, dos años después seguirá jugando con él, y con sus amigos.

En los años cincuenta Valencia, Barcelona, Madrid… nuestras ciudades, en definitiva tenían tranvías. En vez de autobuses tenían tranvías como el que en Barcelona atropelló al genial Gaudí, que circulaba a 10 km por hora, acabando con su vida y complicando terriblemente la finalización de la Sagrada Familia. Las vías estaban hechas y los vehículos limpios y eficientes iban de un lado a otro llevando viajeros. Sólo había que modernizarlos. Pues bien, nuestras autoridades del momento (de las que Dios nos guarde en el futuro) con la aquiescencia (obligada, todo sea dicho) de sus aborregados ciudadanos decidieron que no eran lo suficientemente modernos, que entorpecían el tráfico rodado, de coches privados principalmente, y se dedicó a quitar vías, desmontar líneas eléctricas y desguazar vehículos para poner autobuses diesel contaminantes y ruidosos. Era mucho más moderno. Hasta que los modernos gestores del despilfarro decidieran inaugurar nuevas y caras líneas en los lugares más absurdos y menos transitados (casos Parla, Jaén y otros muchos).

Los pocos de mi generación que viajábamos al extranjero veíamos como en ciudades del centro y norte de Europa, modernas, eficaces, ricas y con un nivel de vida muy superior al nuestro, como era el caso de Munich, Amsterdam o Copenhague, además de conservar con celo sus cascos antiguos, seguían no solo usando el tranvía, ese artefacto obsoleto para nuestros gobernantes, sino incluso yendo en bicicleta, el colmo de la antigualla. Y de la genialidad del diseño.

Acuérdense de lo que les digo: quedará obsoleto (en algún momento) el coche, la moto y quizás el tren, pero pervivirá la bicicleta como muestra del diseño simple, seguro, barato y eficaz. Perfecto. Como el balón.

Román Rubio
@roman_rubio
Octubre 2015 

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