APOCALIPSIS
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De todos los
libros que componen la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento,
ninguno tan extraño, disparatado, y simbólico hasta el delirio como el
Apocalipsis, también conocido como el libro de la Revelación, escrito en
griego, en la isla de Patmos, por Juan que no es otro que Juan el Evangelista,
el mismo que compusiera el Evangelio según San Juan y el mismo Apóstol que en
su juventud acompañara a Jesús en sus predicaciones convirtiéndose en el
discípulo favorito, hasta el punto de, desde la misma cruz, encomendarle a
María como hijo y a este como madre con las palabras: “mujer, he ahí a tu hijo”,
“hijo, he ahí a tu madre”.
El marco en el
que se escribió el libro quizás por algún colaborador del mismo Juan, dadas las
diferencias estilísticas con los Evangelios, era un contexto de dura
persecución de los cristianos en la época de Diocleciano, a finales del siglo
I. El contenido general es la destrucción de los enemigos del cristianismo y el
triunfo final de Cristo y la Iglesia. Era claramente un documento encaminado a
aumentar la moral de las “siete” iglesias o comunidades cristianas asiáticas:
Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia (pero no la de
Pensilvania) y Laodicea. Cualquier analogía con los “siete” territorios de
Girona, Barcelona, Lleida, Tarragona, Perpiñán, Valencia y Baleares es pura
coincidencia numérica, como lo es el hecho de que Mas sea un iluminado como
Juan el Evangelista; de hecho, mientras Juan fue el favorito de nada menos que
Jesucristo, Mas solo lo ha sido de Jordi Pujol, lo que, tal y como están las
cosas, no ayuda ni un poco.
En su visión
reveladora, a Juan se le aparece el hijo de Dios y recibe el encargo de relatar
el mensaje. No es de extrañar que el Evangelista no reconociera al Hijo de Dios
con quien había compartido tantas aventuras en su juventud pues este se presentó de manera algo
excéntrica; su etapa en el paraíso le había marcado del modo que marca el poder: “Su cabeza, o sea, sus cabellos eran
blancos como blanca lana, como nieve; y sus ojos, como llama de fuego; y sus
pies, semejantes a bronce brillante, como incandescente en un horno; y su voz
como estruendo de muchas aguas”.”Y tenía en su mano derecha siete estrellas; de
su boca salía una espada aguda de dos filos; y su semblante era como el sol…” Los
siete candelabros de oro que enmarcaban la figura terminan de completar el
cuadro de simbolismos en que los números, y el siete, en particular, tienen gran
relevancia.
El delirio
comienza cuando entra en el cielo por una puerta abierta a indicación del Hijo:
Había un trono del que salen relámpagos y voces y truenos escoltado por cuatro
seres vivientes con ojos por delante y por detrás. “El primero es semejante a un león, el segundo, es semejante a un toro;
el tercero tiene el rostro de un hombre; y el cuarto, es semejante a un águila
en vuelo”. Hay quien de manera torticera ve representado en esta
estrambótica simbología a Romeva por el león, Junqueras por el españolísimo
toro, Antonio Baños por el bicho con cara humana y a la Forcadell por el águila
en planeo. El escenario queda
completado por veinticuatro tronitos ocupados por veinticuatro ancianos,
vestidos de túnicas blancas y coronas de oro sobre sus cabezas que en ningún
sitio se dice que representen al Tribunal Constitucional.
No queda todo
ahí: queda emplazar en la imagen al ángel que presenta el rollo de los siete
sellos que nadie en el cielo ni en la tierra ha sido capaz de abrir. Tras el
anuncio del mosso d’escuadra (un
ángel, en el libelo) para abrir el documento de declaración de independencia
(en el libro, el rollo de los siete sellos) apareció un “Cordero en pie, como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos (…) Y
cuando tomo el rollo, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos
cayeron ante el Cordero, teniendo cada uno una cítara y copas de oro, llenas de
incienso…” En medio de la delirante y barroca escenografía aparecieron,
tras la apertura de los cuatro primeros sellos cuatro caballos: el blanco, el
rojo, el negro y el bayo, montados por cuatro jinetes conocidos como los cuatro
jinetes del Apocalipsis y portadores de lindezas como la victoria, la guerra,
el hambre y la muerte.
La ira de Dios
(porque de esto va el libro, de ira) sigue consumándose con la historia de las
siete trompetas tocadas por los siete ángeles. En la época en que el bueno de Juan escribió el Apocalipsis, los neocon todavía no habían introducido la
máxima capitalista de productividad extrema y se podían permitir el lujo de
usar siete ángeles para que cada uno tocara cada una de las siete trompetas que
habían de anunciar siete cataclismos horrorosos de granizadas de fuego
mezcladas con sangre, oscurecimiento de los astros y cosas así, que por mucho que algunos se
empeñen, es una exageración de lo que pudiera ocurrir tras la escisión de los
territorios que preconiza el Cordero degollado con gafas de Alain Afflelou. La
quinta trompeta activó, eso sí, una plaga de langostas a la que los judíos eran
muy aficionados a tenor de las veces que aparece la dichosa plaga en las
Escrituras. En esta ocasión se les dio el mandato (a las langostas) de no
arrasar cultivos ni verdura alguna y atacar sin tregua a los hombres; bueno,
sólo a los que no tienen el sello de Dios sobre sus frentes. No consta que se
les indicase si deberían cebarse con los de León o los de Murcia. Lo que sí da
cuenta es del temible aspecto de las langostas: “la apariencia de las
langostas era como de caballos equipados para la guerra; y tenían sobre sus
cabezas como coronas que parecían de oro; y sus rostros eran como rostros
humanos. Tenían cabellos como cabellos de mujer, y sus dientes eran como de
león. Llevaban corazas como corazas de hierro, y el ruido de sus alas era como
ruido de carros de muchos caballos que corren a la guerra. Y tienen colas
semejantes a escorpiones y aguijones…” Así es todo, más o menos en este
disparatado y curioso relato. Las penas para los romanos y todos aquellos que
no tuvieran la suerte de pertenecer al pueblo elegido eran atroces.
No acaban ahí
las desdichas para la pobre tierra en este terrible y pintoresco escenario.
Siete ángeles reciben siete copas llenas de la ira de Dios y las derraman sobre
la tierra convirtiendo el agua en sangre y causando más indecibles miserias,
con una mención especial a Babilonia –la
grande, la madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra- sin precisar si la destrucción empieza en
Vallecas o en el Tibidabo.
La visión
reveladora de Juan también predice el advenimiento del Anticristo (la
serpiente) y el Falso Profeta (la bestia corrupia) pero hay tantos candidatos a
apropiarse de estos símbolos que lo dejaremos para otro artículo.
Román Rubio
@roman_rubio
Noviembre 2015
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