RING RING.
AQUÍ KARL MARX
Ya saben de
qué hablo. Suena el teléfono, lo descuelgas: “Sí, dígame” y hay un par de segundos sin respuesta. Llamada de marketing,
no hay duda.
He recibido
unas cuantas en –digamos- los últimos diez días. En todas ellas, una persona
joven en apariencia empieza presentándose por su nombre (como si a mí me
importara un carajo que se llame Andrés o Susana). A continuación me comunica
que en mi calle ha sido instalada fibra óptica y que la conexión a mi domicilio
me sale gratuita. Las ventajas sobre lo que tengo serían enormes. En la primera
llamada me atreví a decirle al comercial que ya tengo conexión por cable de
fibra óptica proporcionado por otra empresa. Error. Mi interlocutor, que sabe
de qué va tras un cursillo de…¿un día? se frota las manos y me contesta que lo
que yo tengo es un cable coaxial o algo así y que ofrece unas prestaciones
ridículas en comparación con lo que me ofrece “su” compañía; ¡pobre diablo! Me
desembarazo del sujeto como puedo haciendo esfuerzos por ser cortés, habida
cuenta de que el chico está trabajando y debe ser descorazonador recibir coces
de personas a las que se interpela groseramente en la intimidad de sus propias
casas. A los dos o tres días recibí otra llamada y otra más con la misma historia
de las que me desembaracé con un inapelable: “Lo siento. No atiendo llamadas comerciales”.
Ayer, a la
hora de la siesta tuve la cuarta llamada. Esperé a que se presentara el tal
Andrés o Susana y que me confesara el objeto de su llamada, tras lo cual le
espeté: “Mira Andrés (o Susana): en mi
época, muchos jóvenes éramos marxistas. Y lo éramos porque creíamos (creemos)
que un trabajo como el tuyo que consiste en incomodar a las personas en su
domicilio recibiendo cientos de negativas todos los días por un salario de
miseria no debería de existir. Es frustrante para ti y agresivo para mí. Perdimos
la batalla; lo siento, pero no me vuelvas a llamar”. Es inútil. Sé que
volverán a hacerlo. El comercial (Andrés o Susana) habrá anotado LOCO junto a mi número y le tocará a otra Susana
hacer la siguiente llamada, ya prevenida de que se las tendrá que ver con un
tipo raro. Y así todos los días. Inútilmente. Por un salario de mierda que sólo
les da para malvivir y con la amenaza de ser reemplazado por otro si no cumple
objetivos. En fin…
Es increíble.
En mi época, muchos jóvenes, no todos, éramos marxistas. Y esto, por una razón
muy sencilla: el trabajo, si está bien hecho genera una plusvalía; el
trabajador produce más que cobra, esa es la base del contrato laboral, si no,
no te contratarían. Si trabaja para un patrón (o capitalista) enriquece a éste.
Si trabaja para la colectividad enriquece a ésta. Este es el postulado central
del marxismo y nunca, nunca he encontrado a alguien capaz de contradecir esta
verdad tan simple. La lógica del axioma es implacable. Punto.
En una segunda
jugada (como le gusta al Madrid) aprendimos que el marxismo estaba reñido con
la eficiencia (vaya por dios). Al parecer, el hecho de no tener presión por
competir hace que nos volvamos
acomodaticios y perdamos eficacia. Así, vimos como cayó la Unión Soviética y la
República Democrática Alemana y hemos visto languidecer y descomponerse otros
regímenes como el cubano, de modo que el mundo cayó en brazos del capital y sus
tiburones que campan por sus respetos, sin ningún pudor, presumiendo de su
espíritu emprendedor cuando no simple y llanamente especulador. Pues bien,
adoraremos, humillados, al becerro de oro.
El capital,
cada vez más arrogante, saca pecho con la arrogancia de quién se sabe fuera de
peligro, sin enemigo a la vista; de ahí, los escandalosos sueldos e ingresos
por administración y especulación de los poderosos. Si en los años 60 el
Director Gerente de una compañía como General Motors (por citar una) podía cobrar
el salario del empleado medio multiplicado por diez, en la actualidad recibe
cantidades obscenas que desvelan sin pudor alguno, en ocasiones en momentos
sangrantes como en los estertores de las crisis económica (recordamos con asco
las condiciones de despido o jubilación de los bandoleros que regían las Cajas
de Ahorros y bancos arruinados de este país).
Hay trabajos
inútiles. Quienes en su día viajaron a la Unión Soviética contaban que en cada
planta de los (pocos) grandes hoteles había una mujer, siempre malhumorada, en
una mesita al final del pasillo. Su función, aparte de reñir a los clientes (en
ruso, claro) por cualquier cosa, no estaba clara. Para unos se trataba de un
tema de seguridad del hotel, otros le atribuían funciones de gobernanta del
personal de servicio y para otros se trataba de los ojos del partido
controlando las entradas y salidas de huéspedes y oriundos (y oriundas) para
información del KGB.
Probablemente
todos tuvieran algo de razón. Lo cierto es que a los ojos del occidental
(proveniente del mundo capitalista) el trabajo no dejaba de ser un algo
redundante y tan aburrido y poco creativo como el de vigilante de museo. Aún
así, en el fondo, muy en el fondo, las sufridas mujeres soviéticas podían
retirarse a sus casas al acabar el turno con la vaga sensación de haber servido
(mal) al pueblo, como en mi país ocurría con los porteros de fincas urbanas o los
serenos. Otros desgraciados sólo pueden tener la sensación de haber servido
(bien o mal) no al pueblo, sino a los bolsillos de los tiburones con corbata de
seda.
Román Rubio
@roman_rubio
Noviembre 2015
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