viernes, 6 de noviembre de 2015

RING RING. AQUÍ KARL MARX

RING RING. AQUÍ KARL MARX



Ya saben de qué hablo. Suena el teléfono, lo descuelgas: “Sí, dígame” y hay un par de segundos sin respuesta. Llamada de marketing, no hay duda.

He recibido unas cuantas en –digamos- los últimos diez días. En todas ellas, una persona joven en apariencia empieza presentándose por su nombre (como si a mí me importara un carajo que se llame Andrés o Susana). A continuación me comunica que en mi calle ha sido instalada fibra óptica y que la conexión a mi domicilio me sale gratuita. Las ventajas sobre lo que tengo serían enormes. En la primera llamada me atreví a decirle al comercial que ya tengo conexión por cable de fibra óptica proporcionado por otra empresa. Error. Mi interlocutor, que sabe de qué va tras un cursillo de…¿un día? se frota las manos y me contesta que lo que yo tengo es un cable coaxial o algo así y que ofrece unas prestaciones ridículas en comparación con lo que me ofrece “su” compañía; ¡pobre diablo! Me desembarazo del sujeto como puedo haciendo esfuerzos por ser cortés, habida cuenta de que el chico está trabajando y debe ser descorazonador recibir coces de personas  a las que se interpela  groseramente en la intimidad de sus propias casas. A los dos o tres días recibí otra llamada y otra más con la misma historia de las que me desembaracé con un inapelable: “Lo siento. No atiendo llamadas comerciales”.

Ayer, a la hora de la siesta tuve la cuarta llamada. Esperé a que se presentara el tal Andrés o Susana y que me confesara el objeto de su llamada, tras lo cual le espeté: “Mira Andrés (o Susana): en mi época, muchos jóvenes éramos marxistas. Y lo éramos porque creíamos (creemos) que un trabajo como el tuyo que consiste en incomodar a las personas en su domicilio recibiendo cientos de negativas todos los días por un salario de miseria no debería de existir. Es frustrante para ti y agresivo para mí. Perdimos la batalla; lo siento, pero no me vuelvas a llamar”. Es inútil. Sé que volverán a hacerlo. El comercial (Andrés o Susana) habrá anotado LOCO  junto a mi número y le tocará a otra Susana hacer la siguiente llamada, ya prevenida de que se las tendrá que ver con un tipo raro. Y así todos los días. Inútilmente. Por un salario de mierda que sólo les da para malvivir y con la amenaza de ser reemplazado por otro si no cumple objetivos. En fin…



Es increíble. En mi época, muchos jóvenes, no todos, éramos marxistas. Y esto, por una razón muy sencilla: el trabajo, si está bien hecho genera una plusvalía; el trabajador produce más que cobra, esa es la base del contrato laboral, si no, no te contratarían. Si trabaja para un patrón (o capitalista) enriquece a éste. Si trabaja para la colectividad enriquece a ésta. Este es el postulado central del marxismo y nunca, nunca he encontrado a alguien capaz de contradecir esta verdad tan simple. La lógica del axioma es implacable. Punto.

En una segunda jugada (como le gusta al Madrid) aprendimos que el marxismo estaba reñido con la eficiencia (vaya por dios). Al parecer, el hecho de no tener presión por competir hace         que nos volvamos acomodaticios y perdamos eficacia. Así, vimos como cayó la Unión Soviética y la República Democrática Alemana y hemos visto languidecer y descomponerse otros regímenes como el cubano, de modo que el mundo cayó en brazos del capital y sus tiburones que campan por sus respetos, sin ningún pudor, presumiendo de su espíritu emprendedor cuando no simple y llanamente especulador. Pues bien, adoraremos, humillados, al becerro de oro.

El capital, cada vez más arrogante, saca pecho con la arrogancia de quién se sabe fuera de peligro, sin enemigo a la vista; de ahí, los escandalosos sueldos e ingresos por administración y especulación de los poderosos. Si en los años 60 el Director Gerente de una compañía como General Motors (por citar una) podía cobrar el salario del empleado medio multiplicado por diez, en la actualidad recibe cantidades obscenas que desvelan sin pudor alguno, en ocasiones en momentos sangrantes como en los estertores de las crisis económica (recordamos con asco las condiciones de despido o jubilación de los bandoleros que regían las Cajas de Ahorros y bancos arruinados de este país).

Hay trabajos inútiles. Quienes en su día viajaron a la Unión Soviética contaban que en cada planta de los (pocos) grandes hoteles había una mujer, siempre malhumorada, en una mesita al final del pasillo. Su función, aparte de reñir a los clientes (en ruso, claro) por cualquier cosa, no estaba clara. Para unos se trataba de un tema de seguridad del hotel, otros le atribuían funciones de gobernanta del personal de servicio y para otros se trataba de los ojos del partido controlando las entradas y salidas de huéspedes y oriundos (y oriundas) para información del  KGB.



Probablemente todos tuvieran algo de razón. Lo cierto es que a los ojos del occidental (proveniente del mundo capitalista) el trabajo no dejaba de ser un algo redundante y tan aburrido y poco creativo como el de vigilante de museo. Aún así, en el fondo, muy en el fondo, las sufridas mujeres soviéticas podían retirarse a sus casas al acabar el turno con la vaga sensación de haber servido (mal) al pueblo, como en mi país ocurría con los porteros de fincas urbanas o los serenos. Otros desgraciados sólo pueden tener la sensación de haber servido (bien o mal) no al pueblo, sino a los bolsillos de los tiburones con corbata de seda.




Román Rubio
@roman_rubio
Noviembre 2015 

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