BILL
CUNNINGHAM
Me gusta ver
las esquelas de los periódicos de mi ciudad. Me aseguro de que no conozco al
finado, lo lamento si lo conozco, y por los familiares que se hacen conspicuos
en la esquela y la edad del individuo trato de imaginar las circunstancias de
su muerte. Ya ven, una pequeña e inocua perversión, como quien mira los
anuncios de chico busca chico o el horóscopo. En la misma página vienen los
obituarios, que también compruebo. Es algo así como si uno quisiera mantenerse
informado de quien se va y quien se queda en este atribulado mundo como para
saber a quién ya no tendremos la oportunidad de saludar por la calle. A veces
te llevas una desagradable sorpresa porque te encuentras con alguien entrañable
a quien sigues y admiras, a veces sin saberlo, y ni se te pasa por la cabeza
que –como tu tía Julita- forma parte de los mortales. Me ocurrió hace años con
el amigo Vázquez Montalbán y sentí que le iba a añorar cada vez que tomara El
País y no viera su iluminadora columna en la parte posterior. Me ocurrió
también cuando cayó Paco Rabal al que, quizás por su vozarrón, creí inmortal y
lo volví a sentir el otro día cuando, en el apartado de Obituarios del
periódico Las Provincias, me enteré de la muerte del entrañable y para mí
querido Bill Cunningham, de muerte natural, a la edad de 87 años.
Si has tenido
por costumbre curiosear (ya no digo leer, que es de pago) durante años la
edición digital del New York Times y has mirado los vídeos que ofrece en
portada (éstos sí, gratis, como los titulares y encabezamientos) es imposible
que no le conozcas y le reconozcas, tanto como a Melissa Clark y sus lecciones
de cocina. Con su sintonía característica, el simpático e influyente
hombrecillo, armado con una Nikon y una característica chaqueta azul,
desplazándose en su inseparable bicicleta, presentaba unos vídeos con montaje de
fotos encantadores sobre la moda; toda la moda: la moda de los ricos, la de los
pobres, la moda de los salones, la de los desfiles de moda, la de los asistentes
a los desfiles de moda, la de los corredores y público de la Maratón de la
ciudad, la moda del Bronx, la de cualquier aveniducho
de Brooklyn, la de los entierros y celebraciones populares, la de los
adolescentes negros, hispanos, amarillos, blancos y
de cualquier persona del lugar o turista, de cualquier edad y condición que luciera y paseara un atuendo original por
las calles de Nueva York. A veces hacía su vídeo semanal en lugares como París,
Copenhague o San Francisco y aunque en su momento fue distinguido con la Orden
de la Legión de Honor de la República Francesa era tan neoyorquino como la
Estatua de la Libertad. Vivía solo en un pequeñísimo piso lleno de negativos de
películas, dormía en un catre de campaña y era tan conocido e influyente en la
ciudad que Anna Wintour, la directora de Vogue, confesó en un documental sobre
el fotógrafo: “We All Get Dressed for Bill” (todas nos vestimos para Bill)
considerando “la muerte” el hecho de no merecer la atención de su cámara en
cualquier evento. Pero, ojo, la cámara de Bill no iba siempre, y no sólo, a las
supervestidas de Park Avenue. Le interesaban tanto estas mujeres como las que
encontraba de camino al trabajo o en las esquinas de Harlem o el Bronx siempre
que hubiera imaginación y criterio en lo que llevaban puesto. También retrataba
hombres. De vez en cuando pedía a sus ocasionales modelos que explicaran su
atuendo y los rodaba en cortos vídeos de no más de unos segundos.
Nunca me ha
interesado la moda pero los testimonios callejeros de Bill Cunningham poseían
un magnetismo y una sabiduría que trascendían el tópico de la ropa o el estilo.
De algún modo me evocaban las crónicas taurinas del célebre Joaquín Vidal,
cronista taurino fallecido en el 2000, colaborador de El País, cuyos artículos (siempre de toros) eran seguidos con interés por tantos y tantos lectores que ni
se habían acercado jamás a una plaza de toros ni pensaban hacerlo.
Para quienes
no tuvieron la oportunidad de seguir sus curiosos reportajes, incluyo un par de
enlaces que les ayudará a conocer a este entrañable personaje que decía que no
le interesaban “nada” las famosas: sólo la ropa, y opinaba que el dinero es lo
más barato que se puede comprar.
Román Rubio
Julio 2016
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