lunes, 4 de julio de 2016

BILL CUNNINGHAM

BILL CUNNINGHAM














Me gusta ver las esquelas de los periódicos de mi ciudad. Me aseguro de que no conozco al finado, lo lamento si lo conozco, y por los familiares que se hacen conspicuos en la esquela y la edad del individuo trato de imaginar las circunstancias de su muerte. Ya ven, una pequeña e inocua perversión, como quien mira los anuncios de chico busca chico o el horóscopo. En la misma página vienen los obituarios, que también compruebo. Es algo así como si uno quisiera mantenerse informado de quien se va y quien se queda en este atribulado mundo como para saber a quién ya no tendremos la oportunidad de saludar por la calle. A veces te llevas una desagradable sorpresa porque te encuentras con alguien entrañable a quien sigues y admiras, a veces sin saberlo, y ni se te pasa por la cabeza que –como tu tía Julita- forma parte de los mortales. Me ocurrió hace años con el amigo Vázquez Montalbán y sentí que le iba a añorar cada vez que tomara El País y no viera su iluminadora columna en la parte posterior. Me ocurrió también cuando cayó Paco Rabal al que, quizás por su vozarrón, creí inmortal y lo volví a sentir el otro día cuando, en el apartado de Obituarios del periódico Las Provincias, me enteré de la muerte del entrañable y para mí querido Bill Cunningham, de muerte natural, a la edad de 87 años.

Si has tenido por costumbre curiosear (ya no digo leer, que es de pago) durante años la edición digital del New York Times y has mirado los vídeos que ofrece en portada (éstos sí, gratis, como los titulares y encabezamientos) es imposible que no le conozcas y le reconozcas, tanto como a Melissa Clark y sus lecciones de cocina. Con su sintonía característica, el simpático e influyente hombrecillo, armado con una Nikon y una característica chaqueta azul, desplazándose en su inseparable bicicleta, presentaba unos vídeos con montaje de fotos encantadores sobre la moda; toda la moda: la moda de los ricos, la de los pobres, la moda de los salones, la de los desfiles de moda, la de los asistentes a los desfiles de moda, la de los corredores y público de la Maratón de la ciudad, la moda del Bronx, la de cualquier aveniducho de Brooklyn, la de los entierros y celebraciones populares, la de los adolescentes negros, hispanos, amarillos, blancos y de cualquier persona del lugar o turista, de cualquier edad y condición  que luciera y paseara un atuendo original por las calles de Nueva York. A veces hacía su vídeo semanal en lugares como París, Copenhague o San Francisco y aunque en su momento fue distinguido con la Orden de la Legión de Honor de la República Francesa era tan neoyorquino como la Estatua de la Libertad. Vivía solo en un pequeñísimo piso lleno de negativos de películas, dormía en un catre de campaña y era tan conocido e influyente en la ciudad que Anna Wintour, la directora de Vogue, confesó en un documental sobre el fotógrafo: “We All Get Dressed for Bill” (todas nos vestimos para Bill) considerando “la muerte” el hecho de no merecer la atención de su cámara en cualquier evento. Pero, ojo, la cámara de Bill no iba siempre, y no sólo, a las supervestidas de Park Avenue. Le interesaban tanto estas mujeres como las que encontraba de camino al trabajo o en las esquinas de Harlem o el Bronx siempre que hubiera imaginación y criterio en lo que llevaban puesto. También retrataba hombres. De vez en cuando pedía a sus ocasionales modelos que explicaran su atuendo y los rodaba en cortos vídeos de no más de unos segundos.

Nunca me ha interesado la moda pero los testimonios callejeros de Bill Cunningham poseían un magnetismo y una sabiduría que trascendían el tópico de la ropa o el estilo. De algún modo me evocaban las crónicas taurinas del célebre Joaquín Vidal, cronista taurino fallecido en el 2000, colaborador de El País, cuyos artículos (siempre de toros) eran seguidos con interés por tantos y tantos lectores que ni se habían acercado jamás a una plaza de toros ni pensaban hacerlo.
Para quienes no tuvieron la oportunidad de seguir sus curiosos reportajes, incluyo un par de enlaces que les ayudará a conocer a este entrañable personaje que decía que no le interesaban “nada” las famosas: sólo la ropa, y opinaba que el dinero es lo más barato que se puede comprar.



Román Rubio
Julio 2016 

No hay comentarios:

Publicar un comentario