viernes, 29 de julio de 2016

VIGILANTES DE LA PLAYA

VIGILANTES DE LA PLAYA
















Estoy en una edad en la que empiezo a tomar conciencia de que hay ya más camino recorrido que por recorrer  y lo mismo ocurre con muchos de mis amigos. La mayoría tienen formación universitaria y ejercen o han ejercido de profesionales: médicos, profesores, maestros economistas… a muchos de ellos les gusta el jazz, fueron de los Rolling en su juventud y muchos (pero no todos) son vaga o decididamente de izquierdas (de alguna de las 50 sombras). Ya ven: todo muy predecible. Son lectores pertinaces de periódicos y libros y a un número significativo de ellos les gusta la novela negra. Empezaron en los setenta a alternar lecturas de Dashiel Hammet, Raymond Chandler o Simenon  con los poliédricos  espías de Le Carré o Greene y continuaron en los ochenta y los noventa con Patricia Highsmith, Chester Himes, Ross McDonald, Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán… Después descubrieron a los nórdicos y siguieron leyendo historias de Henning Mankell o Camilla Lackbërg alternándolas con  ficciones de Fred Vargas y Philip Kerr o del bueno de Camilleri y Petros Márkaris para así curarse con el azul del Mediterráneo y los calamares fritos  de los empachos de arenques ahumados de los helados bosques de Scania. Nada como un buen asesinato, un buen  jazz y un vaso de vino para entretener a un buenazo de cierta edad y condición.
¿Cuántos cientos de asesinatos habrá digerido cada uno de mis buenos amigos, que no han tocado ni visto un arma desde que hicieron la mili, incapaces de matar una mosca –mucho menos ponerse delante de un toro- tras años de lecturas policíacas? ¿Sería razonable pensar que las lecturas llevaran a mi amigo Antonio, médico en un gran hospital y alivio de tantos males, a empuñar un arma y liquidar, mutilar  y escamotear el cuerpo de, digamos, su vecina Aurelita?

Muchos de nosotros crecimos con las historias guerreras de Hazañas Bélicas y el Capitán Trueno. También leíamos el TBO en el que aparecía Doña Urraca, una vieja maliciosa que se alegraba cuando llovía y ocurrían desgracias a la gente. La Familia Churumbel eran unos gitanos graciosísimos en la que todos (hasta el bebé) afanaban “de todo” y tenían la desgracia de que les había salido un hijo honrado y amante de la escuela. Pepón era un cuñado muy, pero que muy, holgazán y Agamenón, un paleto “igüalico, igüalico quel defunto de su aguelico”. Todos eran seres histriónicos, exagerados, cómicos en sus manías, inofensivos en su maldad o ignorancia; por una razón: porque eran seres de ficción, como Lady Macbeth, las Ninfas del Rhin o Sancho Panza, como Fumanchú o Cruella de Vil. Y todos eran políticamente incorrectos.
El mundo de Tintín era un mundo misógino de bichos raros: un reportero rarito, un marino borrachín, un científico autista y dos policías tontorrones formaban un grupo en el que el personaje femenino invitado -La Castafiore-, con sus estridentes gorgoritos, rompía las copas de cristal y provocaba en Haddock ganas de huir a la Patagonia o al desierto de Gobi. En la aldea de Astérix tampoco había un elenco femenino muy alejado de los estereotipos, aunque, a decir verdad, tampoco el masculino lo era. Y a pesar de las inmisericordes palizas a los romanos y lo xenófobos que ya empezaban a mostrarse los galos nos hacían disfrutar. Mucho. No eran más que tebeos, historias delirantes, ficción.

Cuando mis hijos eran pequeños seguían –seguíamos- con interés las divertidas tribulaciones de un chico de Carabanchel que se llamaba Manolito Gafotas que tenía un hermano al que llamaba el Idiota. Ni mis hijos se llamaron idiota el uno al otro (a no ser que lo hicieran con el exclusivo propósito de herirse, y fuera de mi alcance) ni vi que se burlaran de nadie por llevar o no llevar gafas. ¿Y saben por qué? Porque las personas, desde la época griega clásica (que yo sepa, pero seguro que desde que se contaron las primeras historias junto al fuego), saben –sabemos- distinguir la ficción de la realidad. A la primera le damos la carga catártica y de entretenimiento que se merece y a la segunda, bueno, a esa nos la tomamos en serio.

Hay, en cambio, un grupo de personas, al parecer numeroso, que se  arrogan la función de Vigilantes de la Moral (que no de la Playa, que requiere un perfil muy específico). Éstas  tienen por costumbre leer libros para compararlos con su particular catecismo y condenar todo aquello que no concuerde con él. Los hay que los miden con el catecismo cristiano y los hay que ven en todo apología de algo: del bullying, del machismo, del terrorismo, del clasismo, del populismo, del igualitarismo o de cualquier otro ismo que se les pueda ocurrir. Ocurrió con el libro “75 consejos para sobrevivir en el colegio” de María Frisa, publicado por Alfaguara: un librito sarcástico sobre las tribulaciones de una chica imaginaria de 6ª de Primaria y sus cuitas con la familia, novietes, amigas, profes… en tono irónico y pseudo-rebelde.  La acusan de apología del bullying y del machismo (entre otras cosas malas) y han iniciado una campaña contra la autora (y el libro) en Internet conminando a la editorial a su retirada. Pasen de ellos; de lo contrario acabarán pidiendo que se reescriban las historias de Guillermo Brown y hacerle abandonar la banda de los Proscritos y se una a la de Apaciguadores- Mediadores de Individualidades  y Colectivos en Conflicto.
Román Rubio
Julio 2016 

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