DE BILLETES Y
PRECIOS
No tiene ni
pies ni cabeza. Me refiero a los precios del transporte de pasajeros. En las
últimas semanas he adquirido algunos billetes que confirman lo absurdo del
sistema. Cuidado, no digo que sea justo, injusto o que no comprenda los
entresijos: solo he mencionado lo absurdo. Veamos: intenté sacar un billete de
tren para ir a un pueblo del Macizo Central francés que se llama Aumont Aubrac,
a 823 kilómetros de Valencia, en donde vivo. La única solución que me daba la
página de la compañía de los Caminos de Hierro SNCF -la RENFE francesa- era un
billete Barcelona-Montpellier y de allí un autobús hasta Millau y otro autobús
al pueblo de Aumont en cuestión, que sumado al Euromed Valencia-Barcelona llevaba
13 horas de viaje (como ir a California) y un precio cercano a los 130 € (sólo
ida). Un viaje, pues, largo, incómodo y nada barato. Desalentado en parte por
la incomodidad y precio del periplo desistí de hacerlo. La semana pasada, por
el contrario, adquirí un billete de avión Alicante-Oslo para un familiar que
hubo de modificar la fecha del viaje prácticamente de un día para otro. ¿Saben
qué precio pagué por el mismo? ¡38 €! 38 pavos por un billete de avión para
cubrir un trayecto de 3.153 km en tres horas cuarenta y cinco minutos de vuelo.
Increíble. Les diré, encima, que no lo operaba la compañía irlandesa proveedora
de gangas que todos tenemos en mente, no. Se trata de otra compañía escandinava
de mayor caché, de las que proporcionan
wifi a bordo. Un chollo. ¿Casualidad? No tanto. Esta misma
semana he adquirido dos billetes de avión Valencia-Milán, esta vez sí, en la
compañía irlandesa de los chollos para el mes de octubre por el precio de… 81€,
dos personas, ida y vuelta. Como lo oyen: cuarenta euros por persona cuesta, en
los días elegidos por mí, ir y volver a Milán cubriendo una distancia de 1.320
kms en dos horas. Es decir, por el precio de ir en tren y autobús en un largo e
incómodo viaje de 13 horas con sus inconvenientes enlaces a un pueblo del Languedoc-Roussillón va una
persona a Oslo (Noruega) y dos personas a Milán ida y vuelta más o menos
cómodamente invirtiendo un total de
menos de ocho horas. ¡Albricias! ¡Las sardinas a duro y el caviar a cuatro
pesetas!
Esto llama la
atención a los de nuestra generación pero no tanto a los jóvenes. Nosotros
vivimos la época en que el viaje en avión era elitista. Viajábamos poco,
pagábamos mucho y se nos atendía en los aviones con bebida gratis a discreción,
comidita de bandeja de la Señorita Pepis, prensa de cortesía (en aquellos
tiempos la gente leía) y otras atenciones dispensadas por señoritas
(mayormente) aderezadas con foulard o pañuelo a lo Barón Rojo, con falda hasta
la rodilla y algún distintivo alado a modo de alfiler en la solapa. Un lujo.
La primera
reflexión que se me ocurre es: dados los precios de los billetes, las compañías
de tren y autobuses nadarán en el dólar, en tanto que las de aviación estarán
arruinadas… ¡Quiá, justo lo contrario!: las compañías ferroviarias como RENFE
sólo cubren gastos operativos y eso gracias a que se les quitó la gestión de
las infraestructuras (vías y estaciones) en tanto que las compañías aéreas ganan
dinero. De manera significativa la irlandesa en la que usted y yo estamos
pensando. El transporte aéreo parece estar dominado por un travieso duendecillo
que impone la subversiva regla de que el más barato vende es el que más pasta
gana. Así de perverso y revolucionario (capitalista, eso sí) es el duende.
¿Y las
compañías de infraestructuras? Pues lo mismo: ADIF, que se encarga de la
infraestructura ferroviaria es un chorro de dinero público, tanto que hubo de dividirse
en dos, separando ADIF-AVE para así seccionar el endeudamiento que a finales de
2013 ascendía a unos 13.000 millones, en tanto que AENA, la encargada de los
aeropuertos, gana dinero a pesar del hachazo a las arcas que supone el hecho de
que cada presidente comunitario o de diputación provincial haya decidido que tener
un aeropuerto (a poder ser internacional) es lo que su capitalilla necesita
para desarrollarse en una estúpida carrera a un progreso que no llega. Aún así,
a pesar de la torpeza y el desacato de nuestros amados líderes, AENA ganó 833
millones en 2015. Increíble.
El capitalismo
muestra aquí, en el transporte aéreo, su cara más gallarda: la eficacia,
probando que con la libre competencia se consiguen óptimos resultados mejorando
precios y servicios. Pero no quiero dar pábulo con mi artículo a los exegetas
de la desregulación. El negocio está fuertemente regulado por “lo público” en
términos de reglamentación de revisiones de los aviones, horas de vuelo de las
tripulaciones, etc. que impiden el dumping
en el transporte y consiguen niveles de seguridad similares en todas las
aerolíneas y cualquiera que sea el precio del billete. ¡Ah, y con aeromozas y
mozos con distintivo alado en el alfiler de la solapa, por supuesto!
Román Rubio
Septiembre
2016
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