La palabra elegant, en inglés, también tiene dos
significados: el primero, obvio, es “elegante”; el segundo es “claro y simple”.
En su segunda acepción se usa para describir ideas, teorías o planes capaces de
describir, explicar, exponer o razonar algo complejo de manera sencilla,
concisa y clara. El más claro ejemplo que he podido encontrar de teoría
científica con una “elegant simplicity”
es la formulación relativista de Einstein E=mc2 que
establece la relación proporcional directa entre la energía (E), la masa (m) y
una constante (c) que representa la velocidad de la luz elevada al cuadrado. No
voy a explicar las implicaciones de la teoría (de la fórmula, más bien) puesto
que se me escapan. Sólo diré que permitió, por ejemplo, extender la ley de
conservación de la energía a fenómenos como la desintegración radiactiva.
¿Cuál es la
grandeza (the elegance, según la lengua inglesa) del conocido enunciado
sino su simplicidad? Imagínense que se tratara de una larga y complicada
fórmula matemática que incluyera sumatorios, signos de derivadas y raíces
cuadradas o cúbicas en denominadores de fracción. Con su complejidad se
perdería la elegancia de la fórmula: para la mayoría de nosotros no sería más
que un incomprensible batiburrillo de complicados números y signos abstractos
para explicar otro batiburrillo incomprensible de hechos abstractos; pero no:
la genialidad de Einstein consiste en ser capaz de explicar fenómenos complejos
con una formulita que parece inventada por un chico de bachiller (y no el más
listo de la clase).
Y es que, se
trata de eso: de resumir, de simplificar, de hacer fácil lo difícil. Ésa es la
cualidad del genio, no la de apabullar al personal con el blablablá de la jerga
profesional incomprensible.
Admitamos,
pues, que es prerrogativa de los tontos y de los genios expresar ideas simples:
de los tontos porque no llegan (no llegamos) a más y de los genios porque la
naturaleza les ha dotado con esa extraordinaria capacidad de síntesis, de hacer
fácil lo difícil.
Voy a
expresar una idea simple: como tonto o como genio, no lo sé: “que las
multinacionales paguen impuestos en cada país con arreglo a sus ganancias en el
mismo y según la tarifa local”. ¿Me he explicado bien? ¿Hay alguna parte de
la proposición que no se entienda? Si es así, ¿cuál es? Si usted es una empresa
que hace, digamos, camiones y gana en Kazajistan 16 millones de euros en un año,
deberá pagar allí el porcentaje que el país disponga para beneficios
empresariales; y en Francia lo que tengan legislado los franceses. Y si le
parecen muy altos los impuestos allí y no gana usted lo que quisiera, pues suba
los precios o no venda en el país. Punto.
Todo esto viene
a cuento a propósito de la noticia que ha saltado últimamente a los periódicos
y que leo con pasmo. Según El País del sábado “Bruselas dio hace poco una
dentellada de 13.000 millones a Apple por sus amaños en Irlanda, que le
permitían pagar menos del 1% de impuestos”. Sabíamos que Irlanda lleva a cabo
el “dumping” financiero y que aplicaba unos impuestos por beneficios a
las empresas muy inferiores a otros países del entorno con el objeto de atraer
a las multinacionales a su territorio. Me parece bien: si quieren cobrar menos
que los demás y les va bien, allá ellos; si no fuera por eso y por el idioma no
iría nadie allí con el clima tan húmedo y desapacible que tienen y el ridículo
empeño en “no” parecerse a los ingleses. Incluso si quieren cobrar menos del 1%
de impuesto de Sociedades que lo hagan, pero de la facturación de la
multinacional en Irlanda, no en España, Francia o Portugal.
Parece simple,
¿verdad? ¿A que lo entienden? ¿Qué hay, pues, de complicado en ello? Pues, a
pesar de la simplicidad de la propuesta, parece que los problemillas técnicos
se convierten en insalvables montañas. En asuntos de dineros el lenguaje es tan
complejo y los intereses tan dispares y fuertes que, al contrario que Einstein,
los másteres en las Escuelas de Negocios de Harvard y Columbia parecen
especialistas en convertir en difícil y complejo lo fácil y simple. Al
contrario que los genios. Y que los tontos.
Román Rubio
Septiembre
2016
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