CON LOS NIÑOS
NO SE JUEGA
Con los niños
se juega pero con su sufrimiento, no. Me refiero al caso Nadia, la niña con una
enfermedad rara, la tricotiodistrofia, presuntamente aprovechada por sus padres
como la fuente de ingresos de la familia. Aprovechándose de la compasión que
genera el sufrimiento infantil, los padres –el padre, Fernando Blanco y la
madre, Marga Garau- han llevado el caso por televisiones y otras plataformas
obteniendo casi un millón de euros destinados a la curación de su hija que
luego iban a parar a otras cosas: básicamente a la supervivencia y al lujo.
Para ello contaban historias extravagantes que incluyen curanderos en cuevas de
Afganistán, tratamientos con punciones en tal o cual sitio, curanderos, “médicos”
homeópatas con nombres como Dr. Brown en Madrid, Toulouse, París… y otras
historias pintorescas con las que provocar la conmiseración del personal y
hacer que, en un acto de piadosa solidaridad, se rascara el bolsillo en auxilio
de la niña inocente. El hecho de que los medios de comunicación se hicieran eco
de la historia y la difundieran es algo que debería hacernos reflexionar. No sé
a ustedes, pero yo, si soy responsable de la edición de un medio y me vienen
con historias sensibleras de captación de dinero respaldadas por visitas a
curanderos internacionales con nombres en inglés y cuevas en Asia, se me
encenderían las alarmas. Por otra parte, no me extraña que el caso fuera
acogido con los brazos abiertos por muchos medios dado el alto contenido sensiblero
y melodramático.
Hay otra
historia en la prensa de la semana que incluye sufrimiento infantil y dinero,
aunque de otra categoría moral. Adrian es un niño valenciano de ocho o nueve
años que padece cáncer y es aficionado a los toros. El mundo taurino se volcó
con generosidad con el chico, organizándole un homenaje en el que toreros
profesionales le llevaron a hombros por la plaza, reconociendo el valor de la
lucha del chaval y tratando de aliviar un poco la cruel realidad del
sufrimiento sin causa (si es que lo hay con causa).
La imagen entrañable
del chico pelado por la quimio, a hombros, feliz y homenajeado por toreros fue
el revulsivo que provocó a algunos malnacidos que desearon la muerte del chaval
en las redes sociales. En su momento lo comenté: no tengo palabras para
calificar la catadura moral de estas personas. Supongo que, en su ignorancia,
no sabrán a lo que el chico está siendo sometido, el alcance de la tortura al
que la enfermedad y la medicina están infligiendo a su cuerpo. Yo, casi
tampoco, pero he oído de pasada a algunos padres relatar el suplicio por el que
tuvo que pasar su criatura, en situación similar a la de Adrian, y se me han
puesto los pelos de punta. Sea por ignorancia o maledicencia, la vida nos ha
vuelto a demostrar que la vileza de algunos (de los menos) puede ser
descomunal, lo que en mi opinión no implica que haya delito, sino sólo maldad:
ruin y mezquina, pero inocua maldad. No veo ningún delito en desear la muerte a
alguien, ni siquiera a un niño enfermo, o a manifestarlo, como no vi delito en
su momento en los chistes desafortunados y mezquinos del concejal madrileño de
Ahora Madrid, Guillermo Zapata, referidos a las lesiones de Irene Villa, o a los
comentarios de César Strawberry sobre esto y lo otro.
La familia del
chico parece que está ahora en los tribunales con el trámite de obtener una
indemnización por ¿perjuicios, injurias, incitación al odio? a los
maldicientes. No ensucien con dinero el nombre del niño, por favor. Déjenlo. Y
no deseen tampoco que los inquisidores, algún día, se tengan que enfrentar,
como padres, a lo que están viviendo en la casa del niño torero. Es demasiado
cruel, incluso para los bellacos.
Román Rubio
Diciembre 2016
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