miércoles, 21 de diciembre de 2016

FREAKS

FREAKS


La mujer barbuda, el gigante, el enano, la niña de las cuatro piernas… son los freaks, seres anómalos, fenómenos de la naturaleza, bichos raros que se exhibían en los circos en tiempos pretéritos y que se ganaban la vida explotando la malsana curiosidad y la conmiseración -cuando no burla- del personal, que salía del encuentro  asombrado al tiempo que aliviado y reconfortado con su propia imagen de “normal”. La voz inglesa freaky ha dado lugar a nuestro friki para designar a lo que es raro o peculiar, a menudo con un sentido entrañable de excéntrico y desprovisto del mal rollo de la deformidad.

De freaks iba el programa de televisión que vi el otro día. Se trata de un documental que se llama algo así como “Mi vida con trescientos kilos” y trata de eso: de cómo es la vida cotidiana de esas personas que pesan más de un cuarto de tonelada, como se las arreglan para sobrevivir a la cotidianeidad y su lucha por tratar de perder peso ayudados (imagino) por un contrato con la productora de televisión que a cambio exhibe todos los pasos, semana a semana, mes a mes, de la tortura del sujeto y sus cuitas con regímenes, ejercicio, visitas médicas, cirugía de reducción de estómago, etc.

Ni que decir tiene que la lucha de estas personas contra la báscula no es fácil. Es algo titánico y cruel. Sus enormes cuerpos –por la cantidad de tejido que tienen- demandan una cantidad de comida fabulosa y negárselo supone una tortura considerable, de la misma manera que el ejercicio, que para nosotros puede ser incómodo, para quien tiene que mover trescientos kilos se convierte en un esfuerzo agónico. El caso que vi se trataba de un muchacho de 27 o 37 años (no lo oí bien), de Texas, que tras perder unos 40 kilos tras un régimen severo fue aceptado para que se le hiciera una operación de reducción de estómago. El chico, que ya había visto morir a su padre y a su hermana a causa de la obesidad mórbida se avino a intentar cambiar su fatal destino de muerte prematura. En el documental se aprecian algunos rasgos de la vida americana. El principal es que allí, en el Medio Oeste la gente no camina. Nunca. Van en coche a todos lados: al supermercado y al médico; a la copistería y a la farmacia; a la oficina de correos y a la iglesia. En un momento dado y para cumplimentar el programa de ejercicio que le habían marcado, el chico va a la piscina a hacer gimnasia acuática y a practicar golf… en coche. Allí, en el parking del campo de golf le esperaba el instructor que, en un cochecito eléctrico, le llevaba al terreno en dónde practicar el putt… Y eso era todo el ejercicio: coche al campo, cochecito eléctrico al lugar de entrenamiento y golpecitos en el green.

Lo cierto es que el hombre perdió unos noventa o cien kilos a lo largo de los meses que cubría el programa y en varias ocasiones declaró sentirse muy orgulloso de sí mismo por lo conseguido. No seré yo quien dé un golpe a la autoestima del tipo,  pero mi objeción es: ¿cómo ha podido  llegar ahí?  El programa empieza presentándonos a una persona de 300 kilos, pero es porque en etapas anteriores de su vida ha pesado 90, 100, 120, 150… sin poner remedio. Por los años de los años. ¿Cómo puede alguien llegar a un estado que le impide caminar y casi moverse sin haber tomado medidas a mitad del camino? Quizá tú, lector, tengas problema de sobrepeso o lo tiene alguien próximo a ti. Normalmente, las personas cuando pasan de los 90 o los cien, sienten que les saltan las alarmas y se lanzan a la lucha tozuda e incómoda contra la báscula. Por estética, por miedo a la diabetes, por preservar la facultad de poder andar, por sus articulaciones, por autonomía, por amor propio, por lealtad y servicio a los suyos, por sentido común y porque una cosa estar gordito y otra ser una ballena. Y créanme: por lo que he visto en gente conocida y por lo que vi en el programa de la tele, es más fácil luchar contra la gordura a los cien que a los trescientos. Feliz Navidad.

Román Rubio
Diciembre 2016 

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