FREAKS
La mujer
barbuda, el gigante, el enano, la niña de las cuatro piernas… son los freaks, seres anómalos, fenómenos de la
naturaleza, bichos raros que se exhibían en los circos en tiempos pretéritos y
que se ganaban la vida explotando la malsana curiosidad y la conmiseración -cuando
no burla- del personal, que salía del encuentro asombrado al tiempo que aliviado y
reconfortado con su propia imagen de “normal”. La voz inglesa freaky ha dado lugar a nuestro friki para designar a lo que es raro o
peculiar, a menudo con un sentido entrañable de excéntrico y desprovisto del
mal rollo de la deformidad.
De freaks iba el programa de televisión que
vi el otro día. Se trata de un documental que se llama algo así como “Mi vida
con trescientos kilos” y trata de eso: de cómo es la vida cotidiana de esas
personas que pesan más de un cuarto de tonelada, como se las arreglan para
sobrevivir a la cotidianeidad y su lucha por tratar de perder peso ayudados
(imagino) por un contrato con la productora de televisión que a cambio exhibe
todos los pasos, semana a semana, mes a mes, de la tortura del sujeto y sus
cuitas con regímenes, ejercicio, visitas médicas, cirugía de reducción de
estómago, etc.
Ni que decir
tiene que la lucha de estas personas contra la báscula no es fácil. Es algo
titánico y cruel. Sus enormes cuerpos –por la cantidad de tejido que tienen-
demandan una cantidad de comida fabulosa y negárselo supone una tortura
considerable, de la misma manera que el ejercicio, que para nosotros puede ser
incómodo, para quien tiene que mover trescientos kilos se convierte en un
esfuerzo agónico. El caso que vi se
trataba de un muchacho de 27 o 37 años (no lo oí bien), de Texas, que tras
perder unos 40 kilos tras un régimen severo fue aceptado para que se le hiciera
una operación de reducción de estómago. El chico, que ya había visto morir a su
padre y a su hermana a causa de la obesidad mórbida se avino a intentar cambiar
su fatal destino de muerte prematura. En el documental se aprecian algunos
rasgos de la vida americana. El principal es que allí, en el Medio Oeste la
gente no camina. Nunca. Van en coche a todos lados: al supermercado y al
médico; a la copistería y a la farmacia; a la oficina de correos y a la
iglesia. En un momento dado y para cumplimentar el programa de ejercicio que le
habían marcado, el chico va a la piscina a hacer gimnasia acuática y a
practicar golf… en coche. Allí, en el parking del campo de golf le esperaba el
instructor que, en un cochecito eléctrico, le llevaba al terreno en dónde
practicar el putt… Y eso era todo el
ejercicio: coche al campo, cochecito eléctrico al lugar de entrenamiento y
golpecitos en el green.
Lo cierto es
que el hombre perdió unos noventa o cien kilos a lo largo de los meses que
cubría el programa y en varias ocasiones declaró sentirse muy orgulloso de sí
mismo por lo conseguido. No seré yo quien dé un golpe a la autoestima del tipo,
pero mi objeción es: ¿cómo ha
podido llegar ahí? El programa empieza presentándonos a una
persona de 300 kilos, pero es porque en etapas anteriores de su vida ha pesado
90, 100, 120, 150… sin poner remedio. Por los años de los años. ¿Cómo puede
alguien llegar a un estado que le impide caminar y casi moverse sin haber
tomado medidas a mitad del camino? Quizá tú, lector, tengas problema de sobrepeso
o lo tiene alguien próximo a ti. Normalmente, las personas cuando pasan de los
90 o los cien, sienten que les saltan las alarmas y se lanzan a la lucha tozuda
e incómoda contra la báscula. Por estética, por miedo a la diabetes, por
preservar la facultad de poder andar, por sus articulaciones, por autonomía,
por amor propio, por lealtad y servicio a los suyos, por sentido común y porque
una cosa estar gordito y otra ser una ballena. Y créanme: por lo que he visto
en gente conocida y por lo que vi en el programa de la tele, es más fácil
luchar contra la gordura a los cien que a los trescientos. Feliz Navidad.
Román Rubio
Diciembre 2016
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