CARGAR
CON EL MOCHUELO
Recuerdo la
escena de una película española de los primeros setenta en que un ministro del
gobierno de España (Arturo Fernández, en la pantalla), con el objeto de tener
tiempo libre, contrata los servicios de un tipo idéntico a él para que le
suplantara en determinados actos y por un periodo establecido. El doble, un
tipo simpático y golfo, en su primera intervención como ministro, despacha unos
asuntos en el sillón ministerial y entonces pronuncia la única frase que
recuerdo del film: “llevo unos minutos en este sillón y ya me cuesta
levantarme”
El ejercicio
de la política, y por ende de los cargos públicos, tiene, sin duda, enormes
compensaciones personales. En la vida del político que accede a altos cargos
siempre hay una tormentosa noche en la
que suscribe un pacto con el diablo: tendrá todo lo que un humano puede desear
de sus semejantes al tiempo que se expone a la más dura de las caídas, al
desprecio y la humillación absoluta, cosa que ocurre a menudo –sino que se lo
pregunten a Rato o Rita-. Las condiciones, aunque parezcan leoninas, deben de
ser ventajosas dado el denuedo que todos ponen en conseguir e cargo y perpetuarse en él.
A menudo, el
estatus conlleva sinsabores importantes, como el que estos días está, sin duda,
viviendo Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, objeto de un pertinaz ataque en
las redes por no haber instalado bolardos en la cabecera del boulevard de Las Ramblas, lugar por
donde entró la furgoneta asesina. Si bien la culpa, para gran parte de la horda
españolista –pintorescos curas incluidos-, ha sido de Alá y sus secuaces, la
responsabilidad por los muertos hay que otorgarla, en primer lugar, al inane podemismo buenista y en segundo lugar, al
separatismo pérfido y desagradecido. La alcaldesa Colau, en su buenismo podemista y progre de “to er mundo es güeno” habría sido, en
parte, responsable del atentado. ¿Y qué tiene que ver el suceso con el
separatismo catalán?, dirán ustedes: pues para los susodichos, el hecho de no
instalar las defensas responde a una situación de desobediencia civil, al haber
sido recomendado por un organismo del gobierno central –el Ministerio del Interior,
si no recuerdo mal-. Al parecer, en unas recomendaciones de Interior sobre
protección civil, había una serie de lugares, fechas y acontecimientos, que,
por lo icónicos y concurridos eran susceptibles de sufrir atentados terroristas.
Como ha
explicado la alcaldesa, la junta de seguridad municipal, en su momento, no
consideró instalar bolardos en ese punto
por la sencilla razón de que el vehículo asesino podría haber entrado al
boulevard por cualquiera de los dos lados o en las aceras laterales. Supongamos
que La Rambla estuviera lo suficientemente protegida por bolardos y pesados
maceteros. El conductor asesino elegiría, como es natural, cualquier otra acera,
paseo, verbena o carrera popular que viniera a mano. A no ser, claro está, que
las ciudades se convirtieran en gigantescos bolardos. ¿Es tan difícil aceptar
el hecho de que la seguridad total es imposible cuando se trata de protegerse
de alguien que quiere hacer daño sin importarle su propia muerte? ¿Llegará el
día que tengamos que pasar un escáner y ser cacheados para que se nos permita
el acceso al Mercado de la Boquería o a El Corte Inglés? ¿Adónde debemos poner
el límite de lo que es aceptable “conceder” en aras de una ilusoria seguridad
total?
Estamos
acostumbrados. En este país, digo. A la hora de buscar culpables de cualquier
barbaridad terrorista miro a mi lado, veo quienes son mis enemigos políticos o
personales y les cargo el mochuelo. En el espantoso atentado de Madrid, los de
siempre culparon a ETA, a Francia, al Reino de Marruecos, a Rubalcaba, a los
policías que habían (presuntamente) grabado a Pedro J. Ramírez y a los masones.
Hoy es Colau quien, por separatista y progre, no se avino a poner unos
bolardos. Mañana (porque inevitablemente lo habrá) será quienquiera que
interese a los de siempre (incluyendo a algún curita requeté) el que cargará
con el mochuelo. Ya lo verán.
Román Rubio
Agosto 2017
P.S. Según María Moliner, “cargar con el mochuelo”
alude al hecho de cargar con el “mocho”, una especie de arcabuz o arma pesada
que dificultaba la marcha del soldado al que le tocaba llevarlo al hombro. Hay,
sin embargo otra explicación al origen
de la expresión mucho más divertida. Se trata de la anécdota en que un
joven andaluz y otro gallego llegan a una venta y preguntan que hay para cenar.
El posadero les dice que hay una perdiz y un mochuelo para repartir como ellos
convengan. El astuto andaluz da a elegir al gallego con la siguiente
proposición: “o tú te comes el mochuelo y yo la perdiz; o yo me como la perdiz
y tú te cargas el mochuelo”. Así de listo, el tipo.
No soy filólogo ni lexicógrafo como María Moliner, pero creo que la famosa autora del 'Diccionario de uso del español' no estuvo muy acertada. Al menos me parece que hay razón para dudar cuando se presta atención a la única acepción que recoge el Diccionario de la Real Academia Española en su segunda entrada: «cierta vasija usada antiguamente en el servicio doméstico». Si tenemos esto en cuenta, cargar con el mochuelo equivale a hacerse cargo de un trabajo tan pesado e ingrato como fregar los suelos en una época en la que aún no existía la fregona y era necesario que arrodillarse para frotar las baldosas a mano. Algo que creo mucho más probable que la explicación del arcabuz (que además deja la duda de por qué usar el prefijo -uelo, que expresa el diminutivo).
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