EL CÓNDOR PASA
En agosto,
mientras algunos viajan a los confines del mundo conocido, otros nos recluimos
en algún agujero de la España interior. Yo lo hago en algún punto fronterizo
entre la España Citerior y Celtiberia. Con ello, evito esas horribles colas que
se ven en los controles de seguridad de los aeropuertos y otras muchas
inconveniencias y apreturas. Por las noches, salgo al jardín a mirar a esos
puntitos de luz intermitentes que son
los aviones en ruta y que encuentro mucho más entretenidos e inspiradores que
las estrellas. Por varios motivos: en primer lugar, invitan a adivinar la
procedencia y el destino. Aquel, por la dirección, parece venir de Glasgow o
Copenhague y va a Alicante y aquel otro parece llevar la dirección de Sevilla, Faro o Tenerife y
viene de Milán, Berlín o San Petersburgo. Y, ¿qué cavilaciones provocan las
estrellas a alguien tan poco dotado para la poesía como el que escribe? En
primer lugar, parecen estar quietas, con lo que las posibilidades de
elucubración se reducen mucho y en segundo lugar, según se nos ha explicado,
muchas (la inmensa mayoría, de hecho) están tan lejos de nosotros que la luz
que vemos es la que emitieron hace años, lustros, siglos… y algunas de ellas ya
ni existen, se han apagado. Un auténtico timo, la verdad, lo de las estrellas, incluyendo las perseidas, que por no ser, no son ni estrellas.
Lo de
recluirse en un lugar cómodo y fresco a dejar transcurrir unas semanas tiene
sus inconvenientes, no crean. En mi caso es la inquietante sensación de estar perdiéndose el rico menú del ancho y variado mundo en aras al confortable bienestar de
trillados senderos y paisajes familiares. La sensación viene acrecentada por el
ubicuo Facebook. Allí, tus amigos y conocidos exhiben sus colosales aventuras
geográficas de manera impúdica mostrándote todo lo que te estás perdiendo por
haberte retirado a tus cuarteles de verano: El refulgente esplendor de las Rusias
(imperial y soviética), la insolente arrogancia de Manhattan, el frescor de las Highlands escocesas y los
coloristas mercados y lujuriante verdor de Indochina y el sureste asiático,
todo ello documentado con las mejores y
más estudiadas (y predecibles) fotos, a
menudo decoradas con un montón de caras
sonrientes que parecen estar pasándoselo en grande. Todo el tiempo. Sin la
mínima concesión al aburrimiento.
Entre las
fotos que han subido mis contactos al Facebook este periodo estival, una ha
llamado mi atención sobre las demás. Se
trata de un humilde y perdido cementerio en algún lugar del altiplano peruano.
El enclave me resulta de una belleza extraordinaria, sencillo y salvaje, con la
elegancia y sosiego de lo natural e incontaminado, de lo agreste, brutalmente inclemente
y, a la vez, sereno. Como oí decir en una ocasión al poeta, siempre dado a la hipérbole:
“Con cementerios así, ¿quién querría estar vivo?” Es cierto que la realidad no
suele ser exactamente como nos muestra la foto. ¿Qué hay, por ejemplo, detrás o
al lado del fotógrafo? La toma, de manera premeditada, podría ocultar una
transitada carretera de ruidosos y destartalados camiones, un barrio de precarias
chabolas insalubres, un desguace de coches o una charca inmunda, pero nosotros
preferimos imaginarlo tal y como nos lo muestra la imagen: como un puñado de
tumbas aisladas ocupando el vacío de un horizonte hostil, descarnado, perfecto.
El lugar me
evoca a otro cementerio que vi en Fort Reno, Oklahoma, en medio de la pradera,
un humilde recinto rodeado de una sencilla cerca de madera y salpicado de
grandes robles en medio de la planura herbosa; y a los de Normandía en donde
descansan los aliados caídos de la Segunda Guerra, con sus sencillas cruces,
medias lunas y estrellas de David en impoluto blanco sobre verde de césped bien cuidado, desprovisto de
estatuaria e imaginería mediterránea de ángeles con espada y apocalíptica trompeta. Y sin
tanto marmóreo y lúgubre cenotafio; tan latino, tan de
Almodóvar, tan desagradable.
¡Qué lujo!,
descansar allí, vigilado por el vuelo del cóndor.
Román Rubio
Agosto 2017
Article esplèndid
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