REACCIONARIOS
MIRIAM BLASCO,
la yudoca española que ganó el primer oro en Barcelona 92 se casó años después con
su rival, la británica a la que venció en la final de aquella olimpiada. Es una
bonita historia por lo insólita. No es algo que esté al alcance de todos el
disputar una final olímpica en lucha. Aún así, las posibilidades de oro se
reducen por estadística a un 50%, pero el hecho de que surja el chispazo del
amor por la rival (del mismo sexo), de ser correspondida y que llegue a
consumarse el matrimonio es ya de novela de la abuelita de Lady Di. Todo encaja
perfectamente en la novela rosa. Todo menos el hecho de que la española fuera
Senadora por el PP y se pronunciara –y votara-, en contra del matrimonio
homosexual. Es decir: que, como tantos otros, tiene que agradecer a sus rivales
políticos el hecho de que, en contra de su propio credo y el de su grupo, viva
al amparo de una ley que le permite ejercer su propia voluntad personal con
libertad.
Es la historia
de siempre. Quienes tenemos una cierta edad vivimos, en el ya lejano año de
1981, la aprobación de la Ley de Divorcio en España. Como era de esperar, la
reacción de los de siempre fue feroz. Para los católicos practicantes, Cofrades
del Peor de los Dolores, taurinos, requetés y sacristanes de bolilla aquello iba
a significar la ruptura y desmoronamiento de los fundamentos de España, hasta
que, pese a su obstinada y cerril
oposición, se aprobó la ley. Al día siguiente, miles de los que
encarnizadamente se opusieron se afanaban a acudir a los juzgados para
divorciarse. Muchos de aquellos franquistas de peso y lustre habían mandado a
sus hijas a abortar a Londres mientras se oponían implacablemente a la
regulación del asunto en España. Volvieron a alzar la voz contra el médico del
hospital de Leganés por la aplicación de los métodos paliativos a los
terminales. Verán ustedes como piden que les administren esto y lo otro cuando
las cosas vengan negras. Cuando se quiso limpiar el aire de los bares y
restaurantes prohibiendo el tabaco (acuérdense de Zapatero, El Iluminado) alzaron la voz
convirtiéndose en adalides de la libertad con derecho a humo propio y ajeno, y
si se quiere mejorar la ciudad peatonalizando calles o fomentando el uso de la
bicicleta sentirán herido su espíritu liberal, libertino y hasta libertario
expresando su frustración por no poder llegar con su coche al mismísimo Corte
Inglés, como hiciera el señor Zoido cuando lideraba la oposición en el
ayuntamiento de Sevilla. Después, se convirtió en alcalde y, ante la evidencia
de una ciudad en la que el 9% de los desplazamientos se hacían en bici dijo
aquello de “¡bueno, no era contra la bici sino con la manera de…!” Estamos
acostumbrados. Es la estiba con la que los ciudadanos como usted y como yo tenemos que cargar: los reaccionarios. Parece
como si el principal designio de su existencia sea el hecho de meter el dedo en
el ojo del prójimo y poner trabas a todo aquello que signifique progreso y/o
sirva para hacer más felices (o menos
desdichados) a sus semejantes.
El término reaccionario
se usaba bastante en mi juventud, época en la que la ideología marxista
predominaba en el mundo universitario. Para los del PCE, reaccionarios eran
tanto los trotskistas como los socialdemócratas. El estalinista llamaba
reaccionario al krushchovista y este
a los eurocomunistas de Berlinguer y Carrillo. Los democratacristianos, por su
parte, llamaban reaccionarios a los franquistas y los anarquistas a todos.
El término, no
obstante, se originó en la época de la Revolución Francesa para designar a los
defensores del Ancien Régime. Estuvo
en boca de los jacobinos para designar a los girondinos, a quienes pasaron por
la guillotina antes de verse ellos mismos desvinculados de sus cabezas a manos
de los de de la Reacción de Termidor, fuerza reaccionaria y conservadora
ganadora de tan arriesgado concurso.
Hoy, guardamos
la palabra para quienes, como la brava yudoca, se posiciona en contra de un
matrimonio que contradice su propia naturaleza. Para quienes, como el ministro Zoido,
contempla la bicicleta como malévolo
instrumento que funciona sin gasolina y que sirve para espantar y amedrentar a cristianos
motorizados, hasta que los ciclistas se convierten en votantes. Para los que
están a favor de la vida y piden morfina a punta de pala cuando ellos o sus
familiares están en trance del penúltimo
sufrimiento horrible e inútil y, en general, para todos aquellos que hacen de
la frase “vicios privados, públicas virtudes” el lema de sus fariseas vidas y
quieren, siempre y a toda costa, arrastrar a los demás a sus paraísos de
hipocresía y buenas costumbres. Son como los yihadistas, pero con modelitos de
El Corte Inglés al que se desplazan, por supuesto, en coche.
Román Rubio
Agosto 2017
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