martes, 24 de octubre de 2017

ESCRACHES

ESCRACHES
“¿Quién se casa?”
“La Mercedes”
“¿Con quién?”
“Con el Cristino”
“Pues que le toque el chumino”.

En  la España primitiva y brutal de antaño (es decir, hasta el día de antes de la era Puigdemont) había una costumbre bastante arraigada  en los pueblos del interior. Cuando se casaba un viudo, una viuda o un hombre de cierta edad con una joven del lugar, los amables vecinos acostumbraban a obsequiarles con una cencerrá. Comoquiera que la ceremonia (siempre eclesiástica, tratándose de la España católica) se celebraba en horario intempestivo y casi en secreto, los mozos, mozas y talluditos del pueblo acudían por la noche a la casa en donde presumiblemente la pareja celebraba el acto de consumación marital y, provistos de cencerros, cacerolas y otros utensilios ruidosos, daban una ensordecedora matraca bajo la ventana del dormitorio nupcial alternando el estruendo con canciones burlescas de contenido zafio, procaz y faltón, tratando de forzar la salida del novio (y de la novia) que debían convidar al personal con pastas y una arroba de vino. Pocas veces se salvaban los novios de un enérgico manteo, como si hubiesen ganado la Champions League. En ocasiones, la cosa acababa mal. Los novios se consideraban zaheridos y humillados y en vez de salir a recibir a los cabestros (por lo de los cencerros, digo) con vino y pastas, salían con la escopeta y se armaba la de Dios. Esa España mía, esa España nuestra.

Una versión más amable de la cencerrá era la serenata, en la que el galán, acompañado de un coro, por lo general bien provisto de vino y licores -además de guitarras y bandurrias- cantaba canciones amables y menos amables bajo la ventana de la muchacha cortejada, situación acogida según la identidad del cantante  y las aspiraciones del padre de la criatura, que solía dormir en el piso de abajo.
Hoy, en este mundo más evolucionado, urbano y uniforme, estas prácticas están en desuso, pero como la esencia humana no cambia -sólo lo hacen las formas más superficiales- las ganas de darle al pandero se canalizan en forma de molestas y zafias caceroladas y, de manera particularmente execrable, en los escraches.
Pasaremos por encima el tema de las caceloradas. Son molestas, vulgares y atosigan, no a los responsables del desaguisado -que suelen vivir lejos- sino a los vecinos que, pobres de ellos, piensan de manera distinta a los airados ciudadanos.

Los escraches, como las caceroladas, parecen venir del cono Sur, de Argentina, como los psicoanalistas, los cracks de la cancha y algunos excelentes actores.  En ellos, los airados ciudadanos siempre en grupo, como buenos villanos, amparados por el incógnito que proporciona la compañía de otros mentecatos, a menudo uniformados,  se dedican a increpar, insultar, gritar nimios eslóganes o, simplemente, hacer sonar trompetas y silbatos y proferir  cacofonías ante personajes públicos, generalmente políticos, para mostrar su desacuerdo. Pues bien; no es de recibo. Sobre todo, no es de recibo hacerlo frente a los domicilios de los asediados. En ningún caso. Hace poco que los mentecatos se apostaron frente a la casa de Mónica Oltra en un impresentable asedio mientras en su casa, la mujer estaba con sus hijos viendo la tele, ayudando con los deberes o haciendo cualquier cosa que haga hoy en día una madre dentro de su propia casa con sus hijos. Ese tiempo, ese espacio, ese momento es inviolable y los violadores deberían pagar con la ira de Satanás. Hace un tiempo que otros ciudadanos, parapetados en la supuesta superioridad moral de la izquierda,  acostumbraban a manifestar su cobarde acoso ante la casa de Rita Barberá, que Dios tenga en su gloria (o no). Pues no; tampoco es de recibo. Es cobarde, es vil y debería ser condenado por todas las personas, de derechas, de izquierdas, independentistas  o no que conserven algo de decencia. Así sea.


Román Rubio
Octubre 2017

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