MISIVAS DEL MÁS ALLÁ
“Ha dejado este mundo sin aportar nada de interés,
creyente en un Dios que espero que exista”. Esta es la misiva que aparecía en
la esquela de un tal Emilio Miró Paniello en La Vanguardia. El reportero que
tenía que incluir la necrológica, ante tan peculiar mensaje de despedida,
sospechando que no era cosa de la familia, fue al entierro, se entrevistó con
sus allegados y se enteró de que esa frase era la voluntad del finado. No ha
trascendido qué clase de vida había llevado el personaje, pero humilde y
honesto, el tipo, era. Por una parte reconoce la levedad de su paso por el
mundo rebajándola hasta la insignificancia (algo que compartimos muchos otros)
y por otra expresa sus dudas sobre la existencia de un Dios en el que parece
haber creído (otro signo de lucidez –la duda, digo-)
El músico ruso Serguéi Prokófiev, en pleno proceso
de creación de su Concierto para piano y orquesta nº. 2, recibió una breve
carta de su amigo Maximilian Schmitdthof, colega de estudios del Conservatorio
de San Petersburgo y dedicatario de
alguna de sus obras, que decía: “Querido Serguéi, te comunico las novedades más
recientes: me he suicidado. No te entristezcas, permanece indiferente:
sinceramente, es todo lo que este incidente merece. Adiós. Las causas no son
importantes”.
Es difícil adivinar el efecto de tan crudas y
francas palabras en la mente de Prokófiev, máxime cuando no se sabe exactamente
la relación que había entre un declarado
homosexual, Schmitdthof, y un Prokofiev de sexualidad incierta, pero el
efecto debió ser profundo puesto que el amigo muerto fue objeto de la
dedicatoria del Concierto que tenía entre manos y que gozara de una acogida tan
controvertida. También le dedicó las sonatas para piano número 2 y número 4.
Todo un amigo.
Pero de todas las misivas del más allá, la que es
quizá más ingeniosa es la que envió André Gide (1896-1951) al escritor Paul
Claudel (1868-1955). Gide
escribió novelas que desafiaban la moral cristiana y mostraba la sexualidad (en
su versión homo) sin pudor alguno. Claudel era recatado, pudoroso y
profundamente católico. Ambos mantuvieron una larga y fecunda correspondencia.
Gide le llamaba en sus artículos, santurrón y fariseo y éste
depravado sexual y gusano inmundo, pero en el fondo se respetaban como
escritores. La relación se rompe cuando en Les Caves du Vatican, Gide describe la perversa
atracción que siente por un candoroso monaguillo, lo que provoca la indignación
de Claudel que corta en seco la relación. André Gide recibiría el Nobel en
1947. Se cuenta que, a las pocas horas de morir André Gide, Claudel recibió un
telegrama firmado por el muerto que decía: El infierno no existe, Puedes hacer locuras.
Román Rubio
Febrero 2018
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