sábado, 5 de mayo de 2018

THE PACK



THE PACK



Las manadas las integran animales que viven y cazan en grupo. En el caso de Pamplona, la caza era menor y el trofeo fácil, ya que el animalillo era endeble y con poca determinación, fuerza o ganas de lucha. Lo que sí ha suscitado es un enorme clamor popular disparando una emotividad contagiosa.  Contra todo. En primer lugar contra los lobos de La Manada. Son repulsivos ejecutando un acto repulsivo, en el que las fuerzas estaban tan desequilibradas que les hace repugnantes, lo que se ha visto reforzado por lo que hemos ido viendo de ellos con sus puestas en escena de maderos con pistola, iconografía futbolística y otras expresiones propias de personas de inteligencia y maneras zafias y groseras. Y ese es uno de los problemas: si uno fuera el encargado de juzgarles (que Dios aparte de mí ese cáliz) esa sería el primer prejuicio a combatir: la propia repulsa hacia los sujetos (especialmente hacia uno que parece ser el líder) que cometieron la sanferminera villanía y que predisponen al ánimo en su contra. Al fin y al cabo, ¿qué es un prejuicio sino un juicio prematuro o “anterior” al propio juicio?

En segundo lugar, las muchedumbres, encolerizadas, una vez condenados los lobos de la manada al fuego eterno, abominan también de los jueces que han impuesto la condena de nueve años de cárcel para cada uno. Porque les parece poco. Quieren la pena máxima de 22 años, soterrada por la polémica entre abuso y violación. Muchos de los que se manifestaron en contra del endurecimiento de las penas cuando se planteó la incorporación de la condena perpetua revisable para casos especiales (en los que sí hay asesinato de la víctima y hasta ocultamiento del cadáver), claman contra la justicia por blanda y melindrosa. Resulta difícil explicarse  cómo se puede objetar la dureza de la pena de treinta años en casos de violación, asesinato y ocultamiento del cadáver y se pidan veintidós en el caso que nos ocupa, por feo que sea.

Lo cierto es que las multitudes que, al calor de una emocionalidad contagiosa y desbordante, han condenado por violación y otorgado la pena máxima para estos casos a los inculpados, no han escuchado los testimonios de las partes  ni han visionado todos y cada uno de los vídeos grabados de la infausta noche ni han tenido acceso a la instrucción del caso. Los jueces sí. Y han decidido lo que han decidido. Prescindamos del voto particular del juez González por excéntrico (en todos los tribunales examinadores en los que he participado se ha prescindido de la calificación que se desviaba más de dos puntos de la media).

No tengo idea de cuál habría sido mi decisión y la sentencia subsiguiente de haber tenido que juzgar el caso, me falta conocer los detalles documentales y de la instrucción y por eso me llama la atención la seguridad en el juicio de la mayoría, pero ¿por qué tendría que poner en duda el criterio de los otros dos jueces (por cierto: un hombre y una mujer)? ¿Por los indicios? ¿Por mala fe (prevaricación)?

 Es posible que los nueve años que han impuesto sea poco y se merezcan los veintidós que demanda el gentío, no lo sé, pero me consta que los jueces han aplicado la ley y el sentido común atendiendo a las pruebas y testimonios, a su juicio y a su conciencia. Y si transcurridos diez años se dieran cuenta de que habían condenado a cinco personas a una década extra de prisión improcedente —por atender el clamor popular y en contra de su propio juicio—  el sentimiento de culpa sería insoportable. Para los demás, en cambio, para los que no tenemos la responsabilidad de juzgar, el caso no será sino un sueño vago de una época incierta. Para la víctima y los condenados no. Y para quien tiene que juzgar tampoco. Quizá por eso hayan decidido lo que han decidido.

Román Rubio
Mayo 2018

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