HISTORIAS DE “LA MILI”
Una mañana de invierno de 1977,
el soldado raso al que conocíamos en el cuartel como El Porro, por razones obvias, salía de hacer sus 24 horas de
guardia en Capitanía General de Valencia con su abrigo militar y su macuto al
hombro. Allí, en el suelo, desatendidas junto al ascensor que llevaba al
pabellón de la vivienda del Capitán General, unas relucientes botas de montar
que Mariano, el Mayordomo, acababa de traer del zapatero. El Porro no se pudo resistir a la tentación de tan goloso trofeo,
las trincó del suelo, las disimuló bajo
el abrigo y se fue a su casa. Digamos que lo consideró el pago con que la
Patria le retribuía sus largas horas en la garita de guardia.
Ni se imaginó el soldado la que
había armado. Las botas resultaron ser del Capitán General golpista Milans del
Bosch y el pobre Mariano dio parte al sargento de guardia. Se removió Roma con
Santiago, se abrieron todas las taquillas de la tropa, se registró cada palmo
del cuartel y se arrestó hasta al gato de la compañía, aunque, claro, las botas
no aparecieron.
Esta es una historia más de “la
mili”, historias que compartimos los de mi generación, ya que en mi época, los jóvenes (los hombres
jóvenes), excepto los hijos de viuda o los que cumplían una serie de requisitos
eximentes como pies planos, miopía severa, etc., a los 21 años se nos mandaba
un año de nuestras vidas a pegarnos barrigazos contra el suelo en compañía de
un fusil CETME (generalmente de guía desviada) que se convertiría en nuestra
sombra. Se hablaba de que algunos conseguían a base de tretas simular una
minusvalía que les dispensaba de tan monumental pérdida de tiempo pero lo
cierto es que la mayoría acabábamos pasando un año de nuestras vidas en los
cuarteles comiendo un delicioso rancho de alubias con chorizo y trozos indeterminados
y peludos del cerdo, carne empanada con patatas chips y una pieza de fruta.
Acompañado por una pieza de pan o “chusco”.
La cosa tenía su parte positiva,
no crean. Se tenía la oportunidad de conocer y convivir con gente de tu edad de
todas las partes de las Españas y de toda condición. Allí me encontré dando
clases de alfabetización a un elemento que venía de un cortijo de Jaén y no
había pisado la escuela, a un crupier del casino que se hacía pasar por
iletrado para librarse de no sé qué, y comprendí el desarraigo y resentimiento
de muchos catalanes a los que se les llamaba “polacos” y les conminaban los
mandos a hablar “en español” hasta en el Hogar del Soldado, so pena de arresto.
España cambió, mucho y muy rápido
y “el patriota” José María Aznar hubo de eliminar el servicio militar
obligatorio ante la situación insostenible de una deserción masiva del personal
que se acogía a la objeción de conciencia.
Hoy, Macron quiere volver a
introducir en Francia el servicio nacional obligatorio para todos los jóvenes
franceses (chicos y chicas) que había sido suspendido en 1979. Para ello ha
tenido que limar algunas asperezas: en vez de servicio militar cambia la
denominación por el más suave de “servicio nacional” y rebaja —con reticencia— el
tiempo de servicio a un mes. El objetivo, según el Presidente francés es
ofrecer a los jóvenes “una experiencia ciudadana de la vida militar, de la
mezcla social y de la cohesión”, en definitiva para reforzar el sentido de pertenencia
a la República. Debería servir “para que los jóvenes reciban una formación
militar elemental: disciplina y autoridad, conocimiento de las prioridades
estratégicas del país y de las grandes
problemáticas de la seguridad…”, además de “detectar las dificultades, en
especial la del ‘iletrismo’ y proponer las medidas correctoras”.
Los responsables de llevar a cabo
el programa serían el Ministerio de Defensa y la Gendarmería y el coste está
evaluado en unos 2.000 0 3000 millones de euros anuales.
No sé si logrará sacarlo adelante
el presidente francés, pero se me antoja que significaría el suicidio político
si lo propusiera aquí, en España.
Ni regalando a los jóvenes botas
de montar.
Román Rubio
Junio 2019
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