jueves, 10 de octubre de 2019

EL CAZADOR


EL CAZADOR


La edición digital del domingo 6 de octubre traía un reportaje sobre un tal Marcial Gómez Suqueira, de 79 años, cazador y “franquista con orgullo” en el que este se vanagloria de haber matado varios miles de ejemplares de 420 especies (algunas de ellas protegidas, como el oso polar o el rinoceronte blanco) de caza mayor a lo largo y ancho del mundo. El personaje, que piensa donar, o ceder —que no lo tengo claro—, su colección  a la Junta de Extremadura para hacer un museo, es un rico empresario que fue propietario y vendió el 52% de la aseguradora Sanitas por una millonada y  dice cosas como: “hace tres años intenté calcular el tiempo que he estado cazando. Me salía que he estado pegando tiros, las 24 horas del día, durante once años y tres meses de mi vida. Sin parar, pegando tiros”.


Confiesa haber tenido cuatro aviones en su vida (mejorando el modelo cada vez) y haber pasado la mayor parte del tiempo yendo de un sitio a otro del globo, con el único propósito de matar animales. En su colección de “trofeos” (quizá la mayor del mundo) se topa uno tanto con un leopardo de Zimbabue como un tigre de Tailandia, un león de Sudáfrica, un ocelote de México o un guepardo de Namibia, un lobo de Alaska, un armadillo de EEUU o un cocodrilo de Tanzania. Miles.

Puedo comprender a quien le tira a la perdiz para echarla a la paella e incluso al que espera una noche al jabalí que le destroza la cosecha, pero en un tipo que mata por matar, solo veo maldad. Resulta difícil ver donde reside el placer de abatir a un animal salvaje. Creo que hay que ser muy mala persona para gastarse una pasta en irse al otro lado del mundo con el único objetivo de matar algo inocente y bello.

Como es natural, el texto levantó gran indignación. Unos, como yo, por el hecho de que existan tipos así y otros en contra del periodista y del periódico El País por publicarlo, quejándose de que el punto de vista del autor del reportaje fuera demasiado neutral o tibio en la condena al individuo, limitándose a exponer lo que ve y lo que dice.
Es cierto que Manuel Ansede, que es quien firma el impecable reportaje, en ningún momento da su opinión. Y mucho menos se permite juicio alguno. Ya lo hará el lector. Y eso es algo que muchos no le perdonan. No les basta con conocer los hechos. Quieren que se los expliquen y se los sirvan, no solo vistos para sentencia sino ya juzgados, malacostumbrados, quizá, por aquello de: “Ya conocen ustedes las noticias. Ahora nosotros les contaremos la verdad”. Eso, eso, bien mascadito; que me la cuenten, que me la cuenten.

Y no es porque el periodista no tenga una opinión, que seguro que sí que la tiene; de hecho, contextualiza al personaje con observaciones como la de que lleva la bandera de España con el aguilucho en su iPhone o que tiene el retrato de Franco presidiendo la sala del billar, pero está escribiendo un reportaje y no una columna de opinión. ¿Por qué habría de devaluar con su opinión lo que de tan forma tan poderosa muestran los hechos?

Ay, pero muchos quieren (exigen) que se tutele su pensamiento y se les diga exactamente lo que quieren oír, que su atonía intelectual se vea respaldada por una fuente de prestigio. Unos esperan a ver qué dice El País, otros a ver qué dice Wyoming y la mayoría a ver qué dice Iñaki Gabilondo.

Y ese sí que tiene la última palabra. ¡Qué gran peso sobre tus espaldas tienes, Iñaki!


Román Rubio
Octubre 2019

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