SOY
ESTÚPIDO
Es lo primero que deberíamos decirnos a la cara cada
mañana frente al espejo. No para humillarnos ni hacer daño a nuestro ego (o
quizá sí) sino para prevenirnos de lo estúpidas que pueden ser nuestras actitudes ante el estado de las cosas
(Stand der Dinge, en alemán, que
suena más rotundo). Les pondré algunos ejemplos:
Si nuestra ración de dicha diaria depende del número
de likes o retuits que obtenemos de las redes sociales y culpamos a estas de
nuestro infortunio obviando que el problema no es la perversidad de los
entornos —como parece estar cada vez más aceptado— sino la infantiloide necedad
de dejar la propia dicha al albur de la aprobación de los demás.
Si creemos que el motivo del desorden alimentario y
psicológico que nos aflige se debe al comentario de la maestra cuando nos
negamos a saltar el potro en la época en que vivía Carrillo. ¿O es que alguien feucho
y/o rellenito espera sobrevivir una vida entera escuchando lo delgado y guapo
que es?
Si al escuchar
las noticias (en RNE) o al oírlas (en
el resto de las cadenas) culpamos al epidemiólogo en jefe de los amenazadores
resultados de la pandemia y queremos cargárnoslo, fusilarle o mandarle a la
Patagonia en compañía de Mortadelo actuando tan estúpidamente como Boabdil al
ordenar la muerte del mensajero que le notificó la caída de Alhama. Cayó
Alhama, Marco Antonio se casó con otra y Lúculo terminó derrotando a Tigranes,
tal como anunciaron los mensajeros.
Si pensamos que el hecho de vivir fuera de la nación,
fuera de Europa o fuera de cualquier otro ente territorial (ámbito
político-social) haría aumentar automáticamente nuestra felicidad liberándonos
de nuestros miedos, complejos, manías y fantasmas emocionales (ámbito
personal).
Si creemos que Obama, Soros, Bill Gates, Darwin y
Rubalcaba están sentados en una mesa (los dos últimos en esencia) para intentar
convencernos de que la Tierra es redonda y planeando el modo de dominar el
mundo por medio de vacunas, ondas gravitatorias y otras zarandajas.
Si pregonamos alto y claro que la culpa de todo lo
que nos pasa la tienen los políticos —esa especie zoológica advenida de Marte
sin invitación— pasando por alto nuestra
afición cainita para enfrentarnos con el que no piensa como uno y que nosotros,
“el pueblo”, somos una suma de bondadosos y biempensantes corderillos
manipulados por las fuerzas del mal obviando nuestro ancestral empeño en
disparase en el pie cada vez que las cosas van medio bien.
Si estamos continuamente desenterrando el hacha de
la guerra con la excusa de que un pueblo sin memoria (es decir, sin sacar los
agravios) caerá en los mismos errores, como si no hubiera caído una y otra vez en
ellos con memoria, sin memoria y con recordatorios.
Si la culpa de nuestras desdichas es siempre de los
demás: de Madrid, del cuñado, de la infancia, del tren eléctrico que no nos
trajeron los Reyes Magos, de las malas compañías, de la religión, de las sectas,
del “sistema”, de los vendedores de crecepelo, de la familia de la mujer, de la
del marido, del Borbón, de los malos consejos, del árbitro, de mi padre, de mi
madre, de las novelas de caballerías, de los engañosos brillos de las
lentejuelas, de Trump, de los comunistas
con y sin coleta, de Aznar, de la Justicia, del Ayuntamiento, de Putin, de Amazon
o de China, estamos listos.
Más nos valdría recordarnos cada mañana lo estúpidos
que somos o podemos ser, tratar de ser más autónomos y dejar de ver al maestro
armero como el causante único de nuestras desventuras.
Román Rubio
Noviembre 2020
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