MARÍA
DE NAZARET
¿Tienen idea de cuántas Madonas, Inmaculadas y
Vírgenes habrá visto uno en su vida en museos, láminas, ilustraciones y representaciones
varias? Madonas bizantinas, románicas,
góticas, renacentistas, barrocas y modernas, en todas las poses posibles:
sujetando al niño, amamantándolo, jugando con él, mirándolo amorosamente mientras juega o, ya
hecho un mocito, mientras se enreda en debates en el templo con los doctores de
la ley. En todas las representaciones, María, la madre de Jesús, aparece en su
rol de Madre de Dios y Virgen Inmaculada con un aspecto beatífico, angelical, virtuoso,
resignado y sumiso, exceptuando quizá a la Madonna de Loreto, del golfarra Caravaggio,
en la que el pintor utiliza como modelo a su propia amante, Lena, prostituta de
profesión y de rostro y pose sexis y muy alejados de la convención mariana.
Pues bien, ¿y qué opinan del hecho de que quizá haya
(o más bien, haya habido) un retrato “real” de María, la madre de Jesucristo?
Quizás para ustedes sea ropa vieja y ven en mi interpelación algo así como el
descubrimiento del Mediterráneo, pero yo debo reconocer que no ha sido hasta la
lectura del libro “El Reino”, de
Emmanuel Carrère, que me he enterado de que esto es o ha podido ser así. Y es
que eso es lo que tienen nuestros autores favoritos, que saben poner el foco en
cosas que nos resultan interesantes y que a uno, de no ser por el dedo señalador,
le pasan inadvertidas.
Los hechos fueron como sigue:
Lucas, el Evangelista, nunca llegó a conocer a
Jesucristo; los demás sí; Mateo y Juan por haber sido discípulos y haber
acompañado al Maestro en sus andanzas por el mundo, y Marcos, más joven, lo
había conocido y quizá tratado algo, aunque de lejos. Algunos quieren ver en él
al joven que acabó desnudo tras perder la sábana en la que se envolvía al
seguir precipitadamente al cortejo que prendió a Jesús en Getsemaní, según el
Evangelio del propio Marcos.
Pero Lucas, no. Lucas, médico de profesión, siguió a
Pablo en su apostolado por las nacientes iglesias. Y Pablo, recordemos que no
había conocido a Jesús, al menos en carne y hueso, sino convertido en luz cegadora
haciéndole caer del caballo. Lucas era cultivado, escribía en griego culto y
además de médico era pintor. En su viaje a Jerusalén, siguiendo a Pablo, se
empapó de testimonios entre los que habían conocido a Jesús en vida, material
con el que escribió su Evangelio; y entre ellos, conoció a María, la madre de
Jesús y sus hermanos (porque los hubo) y, según la tradición, la pintó. Le hizo
un retrato al natural, sobre tabla, al modo de los iconos bizantinos. El
retrato acabó en Constantinopla en manos de la entrañable Eudoxia, la esposa de
Arcadio, que reinó en Bizancio en el siglo V, y habría sido destruido (o
desaparecido, al menos) en 1453, durante la toma de Constantinopla por los
turcos.
Nada sé de las cualidades pictóricas de Lucas, ni si
su propósito fue hacer algo realista o cayó en la tentación, como tantos otros,
de hacer un rostro idealizado (de hecho, cuando se produjo la estancia de Lucas
en Jerusalén, en los años 50 del siglo I, unos años después de la muerte de
Jesús, María ya era anciana), pero, ¿qué quieren que les diga? Uno siente una
gran curiosidad por ese rostro y de ahora en adelante mirará con atención cada
uno de los iconos bizantinos sobre tabla representando una madona no vaya a ser
que… ¿Quién sabe? Los turcos no tenían por qué haber destruido todo, todo. Además,
¿quién puede asegurar que un monaguillo no se llevara a casa el cuadro bajo la
túnica para salvarlo de la ira del invasor? No hay ninguna evidencia. Ni de
ello ni de lo contrario. Ave, María.
Román Rubio
Julio 2021
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