POZZUOLI
Normalmente, cuando voy de viaje a una ciudad (lo
que se llama “escapada urbana”), suelo buscar un sitio fuera de la población, accesible
con transporte público, para pasar unas horas y desintoxicar la mirada y el
espíritu del ajetreo urbano, el exceso de paisaje reconocible, de museos y
monumentos y, sobre todo, de turistas.
Cuando alguien va a Paris le recomiendo que vayan a
visitar el Parque y el Castillo de Sceaux, que está en la banlieu rica del sur, cerca de Orly y Versalles, (nadie me hace
caso, con el argumento de que van pocos días; ¡allá ellos!) En Londres trato de
ir un día a vaguear por Greenwich o, aún mejor, por Kew Gardens, a la orilla de
un Támesis reconocible por la regata Oxford-Cambridge, en donde puede uno pasear
por un estupendo jardín botánico y visitar el pueblo de Chiswick y su famosa
casa paladiana. En Copenhague, Dyrehaven (el parque de los ciervos) es una
buena opción para hacerse un paseo en bici entre cérvidos que pacen
tranquilamente en los claros del bosque; y en Oslo, el mismo metro te lleva a
la espesura del bosque junto al lago. Todo por salirse de los pasos de las
masas de turistas.
Hace poco he visitado Nápoles, y harto de Pompeyas y
Capris y sus manadas de turistas decidí el último día tomar el metro e ir hasta
la última parada en dirección contraria al Vesubio, a la localidad de Pozzuoli,
en donde me encontré con la grata sorpresa de las ruinas de un mercado de la
época romana y de un anfiteatro, bastante bien conservado, que resultó ser el
tercero más grande de la época romana y en el que no había ni un solo turista. En
la cercanía se encuentra también el lago Averno, que no visité por
supersticioso, ya que allí situó Virgilio la entrada del infierno. También se
encuentra el santuario de San Gennaro, patrón de la ciudad de Nápoles (con el
permiso de Maradona), y donde se produce la supuesta licuefacción de la sangre
del primero.
Aparte de las ruinas y unas fumarolas volcánicas
activas, el lugar no tenía mucho de especial. Un pequeño puerto y un puñado de
restaurantes donde se servía pescado, la mayoría de ellos cerrados por ser
lunes. El pequeño puerto resultó ser el más importante de la península itálica en
la época clásica, hasta que el Emperador Claudio decidió ampliar el de Ostia,
por su cercanía a la capital del imperio, convirtiéndose en el rival.
Entre las historias del puerto de Pozzuoli (Puteoli
en la época latina) destaca el de haber sido al que llegó san Pablo en su
camino forzado (puesto que iba, si no preso, sí al menos “custodiado” por un
centurión) a Roma en un largo y azaroso viaje en compañía de su cronista,
Lucas, autor del Evangelio al que da nombre y del celebrado libro Hechos de los
Apóstoles.
Pablo, que había nacido en Tarso y no había pisado
nunca Roma, tenía la nacionalidad romana por descendencia probablemente de
libertos, lo que le valió la protección del tribuno romano ante un intento de
linchamiento por judíos practicantes que le acusaban de profanador del templo en
Jerusalén por entrar a él en compañía de unos griegos infieles. La autoridad
romana, como era costumbre en la época, lo envió al Sanedrin y allí, Pablo se
defendió mucho mejor que lo hiciera Jesús; tanto que acabó enfrentando a los
saduceos y filisteos que integraban el tribunal: los primeros no creían en la
vida eterna y los segundos sí. A partir de ahí, estuvo retenido en Cesarea
Marítima por el procurador del lugar, que finalmente lo envió a Roma para que
defendiera su alegación ante un tribunal romano. Tras varios meses de viaje que
incluye un naufragio en Malta y una escala en Siracusa, el apóstol y otros,
custodiados por el centurión, llegaron al puerto de Puteoli, para ser acogido
con agasajos por la comunidad cristiana del lugar durante una semana, antes de
continuar el viaje a pie por la Vía Apia hacia Roma. Allí no estuvo preso, pero
sí en custodia durante un par de años, lo que al parecer contribuyó y mucho a
la expansión del cristianismo en la metrópoli.
Todas esas historias (o una parte de ellas, al
menos; las otras las he consultado) me vinieron a la cabeza allí, mientras me
comía una pizza Pescatore mirando al muelle.
Pregunté por Pablo y Lucas. Nadie parecía
conocerlos. Allí son Gennaro y Diego los que llenan el cartel.
Román Rubio
Junio 2020
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