LA
FERIA DE LAS VANIDADES
https://youtu.be/kHqNMD3wyIQ
En tiempos pretéritos solía empaparme más o menos de
la ceremonia de los Oscar. No porque me interesaran los agradecimientos a las
mamás, los papás, los hijos y las hijas,
los miembros del equipo, los contendientes, la raza (siempre que fuera
minoritaria), el género (siempre que fuera el femenino) o las patrias —cosas
todas ellas que considero de mal gusto expresar en público, de manera tan
oportunista y explícita, y que además me importan un bledo—, sino por razones de trabajo en el teaching bussiness, ya que lo usaba con
mis alumnos en clase, dado que vienen a expresarse todos en inglés.
Este año,
quizá por el escaso interés que despertaban en mí las películas o disuadido por
la vergonzosa escena del galardonado del año pasado cuyo nombre prefiero
omitir, no he visto nada de la ceremonia de los Oscar. Bueno, casi: no he
podido evitar ver en la prensa el vídeo de la criticada y divertida entrevista
que Ashley Graham hizo a Hugh Grant a la entrada del teatro y por la que las
almas cándidas han puesto al actor de vuelta y media.
El contexto es el siguiente: una modelo superguapa
con un cuerpo que le permite publicitar tallas grandes (un encomiable guiño del
mundo del cine a la diversidad, heterogeneidad, pluralidad, o como quieran
ustedes llamar), vestida con una especie de salto de cama negro, con sus
amplias y estudiadas transparencias, toda sonrisas y vana superficialidad,
entrevista a un zorro inglés de esmoquin, que está a la vuelta de casi todo,
poco dispuesto a seguir el hilo de las trivialidades inanes que le propone la americana.
¡Ay, estos ingleses! ¡Si no existieran, habría que inventarlos!
Empieza la mujer preguntando al raposo de Hyde Park
qué es lo que le gusta del hecho de venir a los Oscar, ante lo que este,
desconcertado, le dice con retintín que es fascinante, que toda la humanidad
parece estar allí y bla, bla, bla, bla, haciendo referencia a Vanity Fair (La feria de las vanidades), la famosa novela de Thackeray que
satiriza la sociedad inglesa de la época victoriana cegada por la vanidad. La
entrevistadora (poco versada, al parecer, en literatura inglesa del siglo XIX)
entiende que el actor se refiere a la fiesta que la revista del mismo nombre da
después de la ceremonia y contesta con no se qué de relajarse y pasárselo bien,
para desconcierto del inglés. Algo así como si yo le hablo a usted de Fortunata
y Jacinta y usted entiende que me refiero a las primas del pueblo.
El resto de la conversación se desarrolló en los
siguientes términos:
A.G. ¿Qué es lo que más te apetece ver esta noche?
H.G. ¿Ver?
A. G. Sí, bueno, sé que probablemente has visto
algunas películas. ¿Te emociona ver ganar a alguien?¿Tienes tus esperanzas
puestas en alguien?
H.G. Eh, eh, (tocándose la nariz y mirando a Texas).
No, nadie en particular.
A.G. Bueno, ¿y que llevas puesto esta noche?
H.G. Sólo mi traje.
A.G. ¿Tu traje? (aparentando sorpresa), ¿Y quién te
lo hizo? Tú no lo hiciste, ¿no?
H.G. No recuerdo. Mi sastre.
A.G. Es O.k. Saludos al sastre. Dime, ¿qué se siente
al estar en Glass Onion? Fue una película increíble. De verdad que me encantó.
Me encantan los thrillers. ¿Es
divertido rodar algo así?
H.G. Bueno, apenas salgo en ella. Salgo unos tres
segundos.
A.G. Sí, pero aún así, apareciste y te divertiste,
¿no?
H.G. Eeeeh, casi.
Habida cuenta del éxito de la entrevista, la modelo
devolvió con gran contento la conexión al estudio central, mientras el actor
hacía un gesto de enorme alivio. A continuación, como aquel valentón sevillano,
caló el sombrero, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
Román Rubio
Marzo 2023
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