IMPRESIONISTAS:
QUÉ GOZO
Estrella de
Diego es profesora de Arte Contemporáneo en la Universidad Complutense, autora
de varios libros sobre el tema, colaboradora ocasional en el periódico El País
en temas de arte y, entre otras cosas, Medalla de Oro al Mérito en Bellas
Artes. Lo que se conoce como una Autoridad en temas artísticos (de teoría del
arte, más bien; la práctica es otra cosa).
El sábado 17
de enero escribió en el suplemento Babelia de ese mismo diario un artículo titulado
Impresionistas: qué pesados expresando
una idea que creo común entre un cierto número de teoristas del arte:
profesores, críticos, componedores de catálogos… ¡Por Dios! ¿Quién escribe los
textos que acompañan a ciertas obras de arte contemporáneo? Me refiero a esa
jerga ridícula, críptica, oscura y pretenciosa , al modo de…
Pero,
sobre todo, una concepción fluida de la gestión de la exposición como argumento
visual, donde la ambición conceptual no va reñida con la claridad comunicativa,
y el desarreglo hace gala en guiños y quiebros de un
disfrute intelectual en abrir jardines que contagia al espectador (…)
referido a una
exposición fotográfica. O este otro referido a un autor:
Esta
ganancia, con todo, no es más que un reflejo de la que significan las obras de
(…)En ellas, la economía "distributiva" que se advierte en sus textos
deviene, más bien, una economía de la multiplicación exponencial del valor
estético. Y quizá en este punto pueda considerarse a (…) un artista
paradigmático en el conjunto del arte moderno y contemporáneo. Pues, en cierto
sentido, todo el arte moderno, desde las primeras décadas del siglo XX (e
incluso desde el impresionismo), puede explicarse como un proceso de economía
de la forma o, mejor, de "economización" de las formas.
¡Seamos
honestos! Una pintura que necesite ir acompañada de un texto similar a este no
es una obra de arte plástico. No lo es por el hecho de necesitar un texto
explicativo, pero sobre todo no lo es por necesitar “ese” texto explicativo.
La idea del
artículo, creo como decía anteriormente, que bastante extendida en los
circuitos de los especialistas que he citado antes es, en resumen, la
sobrevaloración de los impresionistas, por un hecho que yo siempre he observado
y que todos conocemos y es que los impresionistas
gustan a todo el mundo. No importa el museo al que vayamos (me refiero a
Europa y Norteamérica) ni la nacionalidad de los visitantes (incluyendo
asiáticos, que se ven por todas partes). La sala de los impresionistas es
tremendamente popular por la sencilla razón de que gusta a todos: cultos e
ignorantes, viajados y pueblerinos, falleros, bohemios, futbolistas y
sudamericanos, conservadores y socialdemócratas, comunistas y… bueno… a los
buenos marxistas no. Ellos, como un buen número de críticos de arte piensan que
no se merecen tanta atención, no por el hecho de estar sobrevalorados, que
también, sino porque la representación de la cotidianeidad, de la sencillez y
levedad del ser es una contaminación burguesa del alma que no hace sino
distraerla de la verdad que no es otra que la revolución.
En su paseo por
El Prado y evitando las muchedumbres turísticas navideñas la autora alaba “…por alguna oscura razón las menos
populares, aunque bellísimas ‘salas románicas’”. Bueno, injusta quizá, pero “oscura”, desde luego no. Si bien la
tosquedad e inocencia hace atractivo el arte del retablo románico y gótico, es
fácil comprender que tanto pantocrátor inerte e inexpresivo acompañado
exclusivamente de imágenes bíblicas le hace también repetitivo y poco
imaginativo.
Y es que,
desde la época medieval hasta que llegamos al barroco, en dónde empieza a haber
cierta variedad, la temática de la pintura es obsesivamente repetitiva. ¿Cuántas
Anunciaciones habremos visto los visitantes de museos? Y Crucifixiones, Juicios
Finales, Resurrecciones de Cristo, de Lázaro, Ascensiones de La Virgen,
Bautismos en el Jordán, Epifanías, Huídas a Egipto, Matanzas de Inocentes,
Pasiones, Pasiones y Muertes, Oraciones en Getsemaní, Últimas Cenas, Traiciones
de Judas, Negaciones de San Pedro y Martirios?: de San Esteban, San Eulogio,
San Lorenzo, San Felipe, San Bartolomé, Santa Cecilia, San Mateo, Santa Úrsula…
just, name it. ¿Cuántas Madonnas,
Coronaciones, Sudarios, Milagros y otros actos de magia, Tablas de la Ley,
Arcángeles y Trompetas Celestiales?
A ver, hay
verdaderas obras maestras entre los temas citados, pero ¿no sienten cuándo
visitan un gran museo una gran saturación producida por el monotema?
—¡Cariño,
mira que interesante!, ¡ una Anunciación!
—¡No me digas!, ¡no me lo puedo
creer!
— Y mira, ¡un Entierro de Jesucristo!
— ¡Vaya tela!, ¡Inaudito, de
verdad!, ¡No había visto nada igual!
Quizás este
sea uno de los motivos por el que algunos nos encontramos tan a gusto en las
salas de los impresionistas, incluso con un pintor “menor”, según la profesora, como es el caso de
Sorolla. El arte representa un mundo reconocible, cotidiano,
leve, amable, intrascendente, decorativo, colorista y bello, además de haber
sido ejecutado con la maestría propia de los Manet, Monet, Degas o Pissarro. En
compañía de ellos nos vemos envueltos en un mundo de amaneceres y atardeceres,
meriendas en el campo, verbenas, bailarinas atándose la zapatilla, camareras,
rincones de jardines, algún retrato, vistas del puerto a determinadas horas,
campesinos haciendo las humildes labores- o rezando-, campos de amapolas,
sencillas habitaciones, señoritas con sombrero- o aseándose-, chicos bañándose
en el Mediterráneo, ambiente de una estación, vistas a un huerto, o al río- con
una pareja remando en una barca, mirando al punto de vista del pintor con
cierto interés…- y sentimos un enorme alivio. La vida se convierte en algo
gentil, agradable, con color, vivible y llevadera, trivial y bella. Y por eso
nos gustan los impresionistas. En estas salas cogemos fuerzas para después
enfrentarnos a un arte contemporáneo que, en demasiados casos necesitan de un
soporte textual insoportable.
Román Rubio
Enero 2015