VOLKSWAGEN
Max Weber y
Davide Cantoni
Max Weber
(1864-1920) formuló en su afamada obra La
ética protestante y el espíritu del capitalismo la tesis de que los países
en los que triunfó la Reforma, es decir, los países protestantes (luteranos,
calvinistas y anglicanos) han tenido un mayor éxito económico y de desarrollo
que los países de la Contrarreforma (católicos). Para el padre de la sociología
alemana las bases religiosas protestantes son la causa del progreso del norte
frente al relativo atraso del sur fomentado por su base católica. La teoría
weberiana, en mi opinión, y con la perspectiva del hombre actual, hace agua por
muchos lados. Sin entrar en el plano conceptual, que nos llevaría a
disquisiciones como la fe, la predestinación, el perdón de los pecados y
limitándonos al plano empírico, la teoría no es consistente con hechos como el
de que Austria, Baviera o Bélgica, zonas mayoritariamente católicas, observen
grados de desarrollo similares, si no superiores, a otras zonas de Alemania,
Reino Unido o Nueva Inglaterra, estas sí con mayoría protestante. Por otra
parte, su contexto decimonónico le hace analizar el mundo desarrollado con una
dialéctica católico-protestante, pero ¿en qué términos religiosos explicaría
Weber el mundo desarrollado de hoy con la concurrencia de Japón, Taiwan, Corea,
China y todos los nuevos que van viniendo al mundo desarrollado, con sus
confucionismo, sintoísmo, hinduismo, taoísmo… y todos los ismos del oriente? ¡Menudo lío para adaptar la teoría de fundamentación
religiosa con el guirigay de recién llegados al club!
La idea del
protestantismo calvinista como impulsor del progreso y coartada de la riqueza y
el éxito viene paradójicamente del determinismo. Dios sabe de antemano quién se
va a salvar. Tú no lo sabes y no importa lo que hagas o la fe que tengas, pero
cómo él no te lo hace saber, el muy pillo, tú obraras con un comportamiento
moral intachable intentando reconocerte entre los elegidos de antemano para la
salvación. Las cartas están marcadas. Es la paradoja de la predestinación que
actúa como estímulo para el comportamiento moral. El destino inexorable
diseñado por Dios parece jugar un papel más eficaz que el del perdón católico
de la confesión, algo así como la Paradoja de Newcomb con sus cajas con dinero
y la posibilidad de elegir ante una predicción hecha de antemano.
Por si las
contradicciones de la teoría weberiana no fueran suficientes, Davide Cantoni,
doctorado por Harvard y profesor de la Universidad de Munich llevó a cabo un
estudio en el que analiza el crecimiento económico de 272 ciudades alemanas
(162 luteranas, 88 católicas y 22 calvinistas de 1300 a 1900 para concluir que
la religión no explica las diferencias de crecimiento.
Sea
fundamentación religiosa o no, la industria alemana ha sido y es un ejemplo de
calidad y de amor por el trabajo bien hecho. Los productos alemanes inundan los
mercados mundiales de manera hegemónica sin competir en el apartado precio; eso
lo dejan para los demás. Cuando compras un producto alemán (Bosch, Siemens,
BMW…) eres consciente de que vas a pagar más y que te llevas lo mejor. ¡Que
ahorren aquellos que se conformen con menos! Hasta el mercado mundial de los
lápices (los humildes lapiceros) está dominado por dos marcas alemanas
(Staedler y Faber Castell) localizadas, además, en la misma comarca. La
poderosa industria germana abarca prácticamente todos los campos exceptuando,
quizás, la fabricación de boinas y botijos, siendo Alemania el único país del
mundo que presume de tener una balanza comercial positiva con China. Dentro de
la gigantesca industria germana, la automovilística es la joya de la corona:
Daimler (Mercedes) y BMW ocupan los primeros lugares en coches de lujo en todo
el mundo, pero sobre todo Volkswagen, número uno mundial, por encima de Toyota
y casa matriz de marcas como Seat, Skoda y Audi. Pues bien: les han cogido haciendo trampas.
Sus motores diesel tienen introducido un software que les hace comportarse de
un modo limpio cuando el coche detecta que está siendo testado y otra de forma
mucho más eficiente y sucia cuando no lo está.
El asunto es
muy grave. Lo sería para cualquier marca, de cualquier nacionalidad pero
tratándose de una marca alemana es una inapelable humillación. Los pueblos
germánicos, escandinavos y anglosajones (mayoritariamente de origen
protestante) tienen una relación con la verdad/mentira mucho más estricta que
los pueblos del sur (españoles,
italianos, griegos…) más permisivos, que
hacen distinciones entre mentiras, mentirijillas, medias verdades y pecadillos
veniales. No hay nada más que ver las cuentas que los griegos y los valencianos
presentamos por ahí, llenas de tachoncillos, olvidos, equivocaciones con la
coma de los decimales y otras menudencias. Algo inaceptable para los pueblos
del norte y que tantos roces suponen en los organismos internacionales.
El filósofo
Isaiah Berlín (1909-1997) en su obra El
fuste torcido de la humanidad da cuenta de la existencia en el pueblo
alemán de principios del siglo XX de una sensación de humillación colectiva por
no haber tenido Siglo de Oro, ni genios como Cervantes, Leonardo o Shakespeare,
como gozaron los países de su entorno, y ser conscientes de la aplastante
superioridad de la gran Francia de aquel tiempo. Esta humillación se
convertiría luego en indignación y hostilidad con las consecuencias que todos
tenemos en mente.
Afortunadamente,
la industria ha servido para afianzar el orgullo y la autoestima alemanas, ¡para
que vengan ahora los ingenieros de la Volkswagen con sus trampitas! Eso y el
reloj de cuco. ¿O fueron los suizos los del cu-cú?
Román Rubio
@roman_rubio
Septiembre
2015