LLIBERT
¿Han
experimentado alguna vez la sensación, a la media hora de empezar, de ganas
enormes de que acabe un espectáculo al cual han decidido libremente ir, han
pagado su entrada, han decidido invertir una tarde o noche de sus vidas? ¿Se
han mirado el reloj a hurtadillas cada, digamos, diez o quince minutos
sintiendo cuán lento pasa el tiempo y qué largo es el tramo que queda hasta el
bendito alivio del final? A mí me ha ocurrido varias veces. Me pasa con las
óperas de Wagner “el anillo del Nibelungo”, aunque aliviado por la cantidad de
descansos y lo volví a experimentar el domingo pasado en que fui al teatro
Micalet de Valencia a ver la obra Llibert de una compañía catalana. No quiero decir que fueran malos (malas, ya
que se trataba de tres actrices), con tablas en el escenario y que conseguían
transmitir con convicción la fuerza que el tema requería, ni que el montaje
resultara soso por falta de efectos y ayudas escenográficas, no. El montaje
era, también, poderoso. No había coro, como en las tragedias griegas, pero una
de las actrices, Müfilla, armada de una potente guitarra eléctrica, un cencerro
a veces y una poderosa y, a menudo, estridente voz, animaba el cotarro con sus
ocasionales alaridos, piezas de rock o sentidas baladas.
Era el tema,
el argumento y la expresión, el relato del mismo lo que (me) resultaba casi
insoportable, áspero y al mismo tiempo, tedioso. Acudí al teatro sin referencia
alguna, sólo porque alguien decidió por mí y yo, gustosamente, acepté. He leído
a posteriori alguna de las excelentes críticas de la obra, de manera
significativa una del diario El País que la calificaba de “brutal, conmovedora,
osada y poderosa”. Bien; estoy de acuerdo en todo menos en lo de “conmovedora”;
es brutal, es osada y es poderosa, pero si con todos esos atributos no la
encuentras conmovedora, a pesar del tema, es que algo falla: en el tema, en el
guión o en (lo más probable) mi propia sensibilidad hacia el teatro.
Les cuento:
trata de una madre y los personajes que la rodean en los días en que tiene
(tienen) que afrontar una difícil y cruel situación: el hijo que acaba de parir
–Llibert, de nombre- ha nacido con una parálisis cerebral de la que se está evaluando
su alcance. El dilema será el de dejar o no morir al inocente por inanición,
pasividad o como quiera que técnicamente se llame, dependiendo del grado de la
lesión (o minusvalía). En fin, una situación a la que ni usted ni yo nos
gustaría enfrentarnos; lo que hace preguntarme: siendo una situación horrorosa
en la vida real, ¿cómo es que elegimos compartir la angustia en el teatro de
manera voluntaria e innecesaria? ¿Es empatía con el sufrimiento, masoquismo
quizás, o catarsis a la griega?
El teatro
estaba lleno, o casi. Precedida la obra de unas excelentes críticas, la sala
estaba bastante más repleta de lo que el Micalet (especializado en teatro en
valenciano, o catalán) suele estar y las personas, creciditas y cultas, parecían
informadas ( no era mi caso) de que iban
a ver una historia desgarrada, triste, cruda y deprimente. Por qué en vez de
bailar bachata (que tan buena dicen que es para las gentes de cierta edad),
experimentar la emoción de una obra de arte en un museo o tragarse una
simpática e ingeniosa comedia en el cine o en un escenario, elijen, aplauden,
loan y ¿se regocijan? con la historia de una madre -después me enteré que es
una historia real de la vida de Gemma Brió, la actriz que la personifica, lo
que añade un nuevo elemento a la historia- en tan terrible escenario.
La explicación
está quizás en el origen del teatro, en su esencia misma. Las emociones que
promueve la escena, como ocurre con los sueños, son vividas por el
espectador a modo de antídoto purificador o catarsis (como se conoce el
fenómeno en la tragedia griega). En el caso que nos ocupa, la catarsis actuaba
en dos sentidos. La actriz curaba su herida por el camino de la exhibición
pública (me parece bien si le funciona) y el público se purificaba compartiendo
el sufrimiento de otros. Con la emoción que produce la desgracia del personaje
de la tragedia y el ulterior castigo, el espectador exorciza sus propios
temores, los canaliza en el personaje del escenario y se regocija con el
castigo que este recibe de los dioses por su “hybris” u orgullo desmedido, el
más grave de los defectos, que hace a los mortales creerse superiores a los
dioses.
No fue el
desafío a los dioses lo que llevó a Gemma Brió (autora, actriz y protagonista
en la vida real) a la difícil encrucijada, sino una fatalidad “natural” lidiada
valientemente junto a familiares, amigas y personal sanitario y compartida con
un público entusiasta. Algunos (como yo), más bien reacios a experimentar y compartir
cualquier catarsis sobre dilemas de vida y muerte que afecten a otros, no
cesábamos de mirar el reloj pensando que ya es bastante duro el hecho de que la
vida te ponga en tal aprieto como para, voluntariamente, ponerte tú pagando una
entrada, aunque sólo sea durante el tiempo limitado del espectáculo. Para mí,
ya es demasiado.
Román Rubio
Enero 2016