VIGILANTES DE
LA PLAYA
Estoy en una
edad en la que empiezo a tomar conciencia de que hay ya más camino recorrido
que por recorrer y lo mismo ocurre con
muchos de mis amigos. La mayoría tienen formación universitaria y ejercen o han
ejercido de profesionales: médicos, profesores, maestros economistas… a muchos
de ellos les gusta el jazz, fueron de
los Rolling en su juventud y muchos (pero no todos) son vaga o decididamente de
izquierdas (de alguna de las 50 sombras). Ya ven: todo muy predecible. Son
lectores pertinaces de periódicos y libros y a un número significativo de ellos
les gusta la novela negra. Empezaron en los setenta a alternar lecturas de
Dashiel Hammet, Raymond Chandler o Simenon con los poliédricos espías de Le Carré o Greene y continuaron en
los ochenta y los noventa con Patricia Highsmith, Chester Himes, Ross McDonald,
Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán… Después descubrieron a los nórdicos y
siguieron leyendo historias de Henning Mankell o Camilla Lackbërg alternándolas
con ficciones de Fred Vargas y Philip
Kerr o del bueno de Camilleri y Petros Márkaris para así curarse con el azul
del Mediterráneo y los calamares fritos de
los empachos de arenques ahumados de los helados bosques de Scania. Nada como
un buen asesinato, un buen jazz y un vaso de vino para entretener a
un buenazo de cierta edad y condición.
¿Cuántos
cientos de asesinatos habrá digerido cada uno de mis buenos amigos, que no han
tocado ni visto un arma desde que hicieron la mili, incapaces de matar una
mosca –mucho menos ponerse delante de un toro- tras años de lecturas policíacas?
¿Sería razonable pensar que las lecturas llevaran a mi amigo Antonio, médico en
un gran hospital y alivio de tantos males, a empuñar un arma y liquidar,
mutilar y escamotear el cuerpo de,
digamos, su vecina Aurelita?
Muchos de nosotros
crecimos con las historias guerreras de Hazañas Bélicas y el Capitán Trueno. También
leíamos el TBO en el que aparecía Doña Urraca, una vieja maliciosa que se
alegraba cuando llovía y ocurrían desgracias a la gente. La Familia Churumbel
eran unos gitanos graciosísimos en la que todos (hasta el bebé) afanaban “de todo”
y tenían la desgracia de que les había salido un hijo honrado y amante de la
escuela. Pepón era un cuñado muy, pero que muy, holgazán y Agamenón, un paleto
“igüalico, igüalico quel defunto de su aguelico”. Todos eran seres histriónicos,
exagerados, cómicos en sus manías, inofensivos en su maldad o ignorancia; por
una razón: porque eran seres de ficción, como Lady Macbeth, las Ninfas del Rhin
o Sancho Panza, como Fumanchú o Cruella de Vil. Y todos eran políticamente
incorrectos.
El mundo de
Tintín era un mundo misógino de bichos raros: un reportero rarito, un marino
borrachín, un científico autista y dos policías tontorrones formaban un grupo
en el que el personaje femenino invitado -La Castafiore-, con sus estridentes
gorgoritos, rompía las copas de cristal y provocaba en Haddock ganas de huir a
la Patagonia o al desierto de Gobi. En la aldea de Astérix tampoco había un
elenco femenino muy alejado de los estereotipos, aunque, a decir verdad,
tampoco el masculino lo era. Y a pesar de las inmisericordes palizas a los
romanos y lo xenófobos que ya empezaban a mostrarse los galos nos hacían
disfrutar. Mucho. No eran más que tebeos, historias delirantes, ficción.
Cuando mis
hijos eran pequeños seguían –seguíamos- con interés las divertidas
tribulaciones de un chico de Carabanchel que se llamaba Manolito Gafotas que
tenía un hermano al que llamaba el Idiota. Ni mis hijos se llamaron idiota el
uno al otro (a no ser que lo hicieran con el exclusivo propósito de herirse, y
fuera de mi alcance) ni vi que se burlaran de nadie por llevar o no llevar gafas.
¿Y saben por qué? Porque las personas, desde la época griega clásica (que yo
sepa, pero seguro que desde que se contaron las primeras historias junto al
fuego), saben –sabemos- distinguir la ficción de la realidad. A la primera le
damos la carga catártica y de entretenimiento que se merece y a la segunda,
bueno, a esa nos la tomamos en serio.
Hay, en cambio,
un grupo de personas, al parecer numeroso, que se arrogan la función de Vigilantes de la Moral
(que no de la Playa, que requiere un perfil muy específico). Éstas tienen por costumbre leer libros para
compararlos con su particular catecismo y condenar todo aquello que no
concuerde con él. Los hay que los miden con el catecismo cristiano y los hay
que ven en todo apología de algo: del bullying,
del machismo, del terrorismo, del clasismo, del populismo, del igualitarismo o
de cualquier otro ismo que se les
pueda ocurrir. Ocurrió con el libro “75
consejos para sobrevivir en el colegio” de María Frisa, publicado por
Alfaguara: un librito sarcástico sobre las tribulaciones de una chica
imaginaria de 6ª de Primaria y sus cuitas con la familia, novietes, amigas,
profes… en tono irónico y pseudo-rebelde. La acusan de apología del bullying y del machismo (entre otras cosas malas) y han iniciado
una campaña contra la autora (y el libro) en Internet conminando a la editorial
a su retirada. Pasen de ellos; de lo contrario acabarán pidiendo que se
reescriban las historias de Guillermo Brown y hacerle abandonar la banda de los
Proscritos y se una a la de Apaciguadores- Mediadores de Individualidades y Colectivos en Conflicto.
Román Rubio
Julio 2016