PALABRA Y CONCEPTO
No sé si alinearme con Funes el Memorioso, del
relato de Borges, que opina que “pensar es olvidar diferencias” o con Derrida,
que alega que “en una lengua, en el sistema de la lengua, no hay más que
diferencias”. Lo que sí que, como todos los demás, acepto sin discusión es que las palabras designan
conceptos y estos realidades y que aunque la realidad no pueda ser expresada en
su totalidad por la palabra, gracias a ésta, nos acercamos bastante.
Pocas palabras tan de actualidad hoy en mi país como
“corrupción”. El uso se ha extendido de manera espectacular en los últimos
años. Corrupción en los telediarios, en las tertulias radiofónicas, en las
conversaciones con amigos, en el intercambio de la barra del bar, en el taxi o la sala de
espera del dentista. Corrupción para designar el aprovechamiento del cargo
público para obtener beneficios personales o para amiguetes y familiares,
corrupción para designar el clientelismo, el nepotismo, el favoritismo, el
enchufismo, el ventajismo, el darwinismo social, el enriquecimiento ilícito, el
hoy por ti, mañana por mí, el ¿sabe usted con quien está hablando? Corrupción
para designar el trapicheo, la componenda, el amaño, la connivencia, la compra
del silencio, la comilona con putas al postre, el bolso de Hermés, las
mariscadas, paseos en barco, palcos en la champions,
pijama parties en hoteles en la
nieve… corrupción hasta en la sopa, que un día dejó de ser de letras para
convertirse en sopa de chanchullos.
Pareciera que el fenómeno que designa la palabra
fuera nuevo en España. Cualquier outsider que viniera a visitarnos, podría
pensar que de pronto, no se sabe muy bien por qué, el español ha decidido
dedicarse a la pillería y a la componenda. Podría llevarse la equivocada
impresión de que un país limpio, honrado, serio, ecuánime y respetuoso con el
prójimo, por alguna fatal maldición se hubiera convertido en un pozo ciego.
Pues no.
Nunca, quizás, ha sido España un país tan limpio y
vigilante en el tema que hoy nos ocupa. Al menos lo que la memoria, los que por
edad y sensatez nos atrevemos a tenerla nos da de sí, y la literatura nos
relatan.
En mi infancia, en la época lejana en que vivimos
aquel inocente período en la etapa final del franquismo, de la España Nacional,
no había corrupción, no: “todo” era corrupción. El empleo (público) dependía de quién conocieras en el Ministerio, Diputación…, el privado también; los mejores
trabajos se asignaban por filiación política o por peso de apellidos; los
trabajos más modestos, como las porterías urbanas, la limpieza municipal o el
pintoresco oficio de sereno dependían también de la voluntad del pariente,
amigo, familiar “colocado”; generalmente, un excombatiente del bando que ganó.
Hasta el muy humilde puesto de gorrilla se reservaba para unos mutilados ¿de
guerra? –más bien de bando-, a los que se proveía con un silbato y una gorra
paramilitar que los convertía en patéticos seres déspotas y maleducados con su
manga de la chaqueta vacía recogida con un imperdible o su pata de palo.
El servicio militar, ese hito en la vida de los
españoles, por entonces universal y obligatorio, era otro momento en que la
familia debía sacar a relucir el sus contactos y obtener
un buen (cómodo) “destino” para el chico. La relación de influencia familiar y
comodidad del destino militar era tan estrecha que con esos datos se podría
haber elaborado un mapa de la influencia social de las familias.
La obra pública era un escándalo espectacular. Al
año de construirse el Instituto donde estudié, se levantó el cemento de todas
las aceras que constituían el contorno del edificio. La Escuela de Magisterio
de Valencia hubo de cerrarse a los pocos años de ser construida para una
reforma integral. El primer grupo de viviendas sociales que se construyó en mi
pueblo (casas “baratas”) vio como se hundió el tejado antes de terminarse de
construir las viviendas. Centros educativos y oficiales, caminos, carreteras y
otras obras públicas eran tan malas, estaban construidas de manera tan tramposa
y chanchullera, habían servido para enriquecer a tanta gente por el camino, que
cuando llegaban al destinatario eran semiruinas. La obra era tan cutre que
cuando había algo público de calidad se decía: “es que es de la República”.
¡Ah, bueno, si es de entonces!… O “es que se hizo cuando Primo de Rivera”… El
español aceptaba con estoica resignación que sólo lo que venía de la época de la
República o de la más lejana dictadura de Primo de Rivera tenía la extraña
cualidad de estar bien hecho. Y lo que es más curioso: no se escandalizaba, era
natural y hasta hacía bromas con ello. La vida era así. Lo raro no era la chapuza y el pillaje. Lo raro era
lo contrario. "Así acabó la República, con esos humos"…
Y de aquel país, que muchos prefieren no recordar,
venimos. No de la Arcadia de la honradez y justicia del que muchos dicen venir.
Por eso, cuando veo que se rasgan las vestiduras al ver lo que ocurre ahora -o
hace unos años, puesto que es ahora cuando se destapa- mientras piden pagar sin
IVA y tratan de escamotear esto y lo otro de la declaración a Hacienda, con la
coartada de …¡con lo que hacen los de arriba! me lamento de vivir en este país
de listillos mientras pienso quién podrá echar una mano en la mili de mi hijo.
Román Rubio
#roman_rubio
Abril 2015