DEPILARSE
LAS CEJAS
La predicadora islámica de Sidney Umm
Jamaal ud-Din, también conocida como
Mouna Park, les recordó a sus seguidoras no hace mucho que depilarse las cejas
es pecado, contraviene los preceptos del islam y “provoca la ira de Alá”, lo
que hace pensar, en primer lugar, qué clase de Dios es ese que se enfada por el
hecho de que las mujeres se depilen las cejas y las axilas o intervenga en debates
sobre pantalones acampanados o de pitillo y otros jugosos dilemas propios de
territorio Vogue. Este tipo de argumentos de “humanización de la deidad” no
hacen sino devaluar la idea de un Dios creador del universo, paradójicamente omnipotente
y tan atento a los detalles que coge berrinches cuando las mujeres se depilan
esto y lo otro, lo que explica que ande siempre enfadado y presto a mostrar su
ira ante el espectáculo veraniego de cualquier playa mediterránea.
Lo de la omnipotencia divina es una de
las grandes paradojas de la religión monoteísta y lo de la relación del Dios
con sus adoradores, otra. No hace mucho que en Madeira, en el transcurso de una
romería al santuario de Nuestra Señora del Monte, en el momento de mayor fervor
religioso, la caída de un roble centenario sobre la multitud provocó 14 muertes
y 49 heridos, algunos de gravedad. El enorme árbol, que había permanecido
erecto durante dos siglos aprovechó el momento en que miles de personas fueron
a adorar a su dios para caerse provocando un desastre similar al de La Rambla. Explíquenme
eso.
Pero no es la omnipotencia divina el
tema de hoy. La predicadora islámica, al igual que innumerables imanes,
sacerdotes, pastores, rabinos y creyentes en general creen saber “lo que ofende
a Dios”. Es más, asumen que Dios es “ofendible” atribuyendo así a la deidad
cualidades humanas del mismo modo que La Fontaine o Samaniego lo hacían con las
ranas y los burros. De ahí, el culto; que es la asunción de que Dios se sentirá
halagado con el hecho de la adoración (y de la oración), como si de verdad al
Creador le importara un bledo el hecho de ser adorado, como importa a los
dictadorzuelos. En su delirio oratorio hay quien pide hasta que gane su equipo poniendo
a Dios en un aprieto puesto que, para que gane el Celta tiene que hacer perder
al pobre Levante, condenando a sus seguidores (menos rezadores ellos) a la
miseria.
Cuando los americanos entraron en Bagdad,
en su torpeza infinita, televisaron en directo el patético derribo de una de
las numerosas estatuas de Sadam Hussein que se resistía a caer. En mi país
vivimos hace ya unas décadas la retirada
de las figuras del General Franco de pueblos y ciudades, al tiempo que
desaparecían plazas del Caudillo y avenidas del Generalísimo de todos y cada
uno de los municipios de España. Aún hoy quedan estatuas y retratos murales de
Lenin en muchos rincones del planeta soviético y las imágenes de Kim Jong-un y
su dinastía dominan el paisaje urbano y rural de Corea del Norte. El líder, en
un curioso rasgo humano de enfermiza autocomplacencia, parece que llega a
creerse su condición de mito superior y el pueblo, en otro rasgo de ridícula,
cuando no interesada y servil egolatría, se muestra dispuesto a otorgarle el
estatus.
Y no sólo de dioses y de dictadores vive
el hombre: de manera más doméstica, tiende a “humanizar” o “personificar” a los
seres animados y hasta inanimados que le rodean. Pensemos en las mascotas: las
populares, entrañables e inocentes mascotas. El occidental civilizado provee a
gatos y perros de asistencia médica (veterinaria) tan completa como la humana
(más, puesto que incluye la piadosa eutanasia), confina al animal en una
vivienda climatizada, restringe o anula
la relación del chucho con sus iguales a fuerza de estirones de la
correa, le castra o esteriliza por su propio supuesto bienestar, le lleva a la
peluquería y salón de belleza para que, entre otras actuaciones, le corten las
uñas para mejor preservar tapizados y cortinas y contrata Netflix pensando en
el solaz y regocijo del animal en esas entretenidas tardes en el salón viendo
Juego de Tronos en compañía de su señor y su hueso favorito. Y a eso, al
confort humano, le llaman bienestar, con la arrogancia de quien cree saber lo
que hace “feliz” al animal, dando por sentado que el concepto de “felicidad”
tiene sentido en el mundo de los de cuatro patas y que el chucho, si se le
pregunta, vendería su libertad por la castración, la calefacción central y un
plato de comida.
Solo el enfermizo afán del hombre por agradar
da lugar al origen de la adoración del líder y al culto a los dioses y solo su
petulancia le hace arrogarse el
conocimiento de la naturaleza de la
“felicidad animal” y hasta de la complacencia divina. Y eso que muchos de ellos
necesitan de fármacos para llegar a manejar su propia felicidad. Pronto (si no
está ocurriendo ya) se los administrarán a sus pobres y muy confortables mascotas, que se verán atestadas de prozacs,
trankimacines y orfidales. Al tiempo.
Román Rubio
Agosto 2017