FUERA DEL
TIESTO
Ya estamos meando otra vez fuera del
tiesto. Hace unos días dos guardias civiles con sus parejas fueron agredidos
cuando se encontraban fuera de servicio en la localidad de Alsasua. No voy a
quitar gravedad al hecho. Quienes lo hicieron no tienen ni una pizca de mis
simpatías. Una agresión es una agresión y si encima es por ser español, checo,
chino, homosexual, jubilado, Guardia Civil, Mosso d’Escuadra, hincha de la
Ponferradina o Registrador de la Propiedad es una muestra de odio inaceptable. Entendería
(y entiendo) el odio al vecino que se acaba de comprar una trompeta con la que
pasa las tardes ensayando las escalas o
al que, borracho, vomita o se orina en el portal noche sí noche no. ¡Leña con
él! Pero nunca por la condición laboral, nacional, religiosa o ideológica del
vecino. Eso sí que no. Que caiga la espada de la justicia sobre los agresores.
Y ahora, la otra parte. El fiscal del
caso acusa a los agresores de… terrorismo. No de odio xenófobo, no de agresión
gratuita e injustificada por ser agentes de una autoridad discutida por algunos
en la región, no; sino de terrorismo, con lo que se desvirtúa el concepto de
terrorismo ampliándolo a casi todo y se trivializa el delito de agresión injustificada
por puro odio. Al pan pan y al vino vino. Entiendo por terrorismo un ataque a
las personas, preferiblemente indiscriminado, con el propósito de hacer el
mayor daño posible y sembrar el pánico y fomentar el miedo entre la población. Por
ejemplo, para designar actos como los de un tipo que pone una bomba en un
aeropuerto, el que estrella un avión contra un rascacielos provocando su propia
muerte y la de miles más o descarga un arma automática contra los asistentes a
una sala de fiestas y llamemos de otro modo a quién pega unas bofetadas y
golpes a dos guardias de paisano.
Y como me he propuesto hacer hoy una
crónica de actualidad sin hacer referencia en absoluto al PSOE, continuaré con
un valor seguro: la Iglesia de Roma.
Como buenos vendedores del más allá
han decidido no ser sólo los reguladores de los destinos del alma (que ya es)
sino también de los despojos del cuerpo. Sería absurdo a día de hoy que la
Iglesia se opusiera a la incineración, tan arraigada en nuestra sociedad como
las despedidas de soltera. Es higiénica, es rápida, resuelve de alguna manera
el problema del espacio (que no de la contaminación) en un mundo con tendencia
a la superpoblación y evita a las familias de engorrosas visitas a esos
horribles lugares llenos de siniestros pasillos y alamedas con letras y números
que son los cementerios (de las ciudades al menos, no de los pueblos). La
Iglesia, que nunca ha tenido una relación fácil con la incineración, se ha
empeñado en decir que el esparcimiento de las cenizas en aguas y praderas y la
preservación de las mismas en las casas y sitios así no es cristiano y no
merecen un funeral de tal índole, de modo que el sacerdote se negará a hacer el
funeral de la abuelita, beata ella y asidua de la parroquia si el cura detecta
que la familia planea conservar las cenizas de la anciana en un jarrón arriba
del televisor en donde escuchar al Gran Wyomming en vez de llevarla a un
camposanto en el que esperar pacientemente el día de la Resurrección. Un
sacrilegio.
Estamos ante un nuevo dislate de la Congregación de la Doctrina de la Fe, aunque
tengo que reconocer que me ha gustado su argumentación. Para la institución
vaticana la medida se toma para combatir cualquier “malentendido panteísta,
naturalista o nihilista”. Ah, bueno, así sí.
La decisión me recuerda a aquella del
Santo Oficio por allá por el reinado de Carlos IV que decía: “El Santo Oficio
impondrá severo y ejemplar castigo a todo aquel cristiano que con maléficas
artes inhale o expela humo por cualquiera de sus orificios naturales…” Siglos
después Zapatero ejecutó la orden retirando el tabaco de bares y restaurantes.
¿Ven como “casi” se puede escribir un
artículo de actualidad sin hacer alusión al PSOE?
Román Rubio
Octubre 2016